Cubelo había apostado por el invento con sus propios ahorros. Nunca se le había ocurrido abandonar el trabajo de oficina por el de inventor. Pero sí sacar parte del aguinaldo, de
las vacaciones, de las horas extras, para financiar la lluvia en caja. Cuando Jimena se enteró, decidió el divorcio. “Hace tres años que no salimos de la Argentina; y me entero de que en vez de ahorrar para viajar, te la patinás en esa estupidez. Cubelo suponía que apenas si había sido una excusa. Al poco tiempo de echarlo de casa, ella había conseguido un novio que pasaba el día mirando el techo. Prácticamente Jimena lo mantenía, dedujo Cubelo. Pero al menos había logrado una buena administración del tiempo de su pequeño hijo en común: pasaban el fin de semana juntos, y también algunos martes.
El invento de Cubelo consistía en una caja de vidrio transparente, en cuyo interior convergían las variables atmosféricas que originaban la lluvia. El propietario del cubo de cristal podría presenciar la lluvia desde arriba, en un espacio de no más de un metro de largo por alto. Para ello había adquirido productos químicos y naturales, y trabajado durante años. Había llegado tan lejos como para generar nubes, nubarrones y el color gris que precedía a las precipitaciones, pero nunca había logrado hacer llover. Durante milenios, los adivinos, farsantes y embusteros habían intentado convencer a emperadores, reyes y presidentes de que podían fabricar lluvias, sin haberlo logrado nunca. La ambición de Cubelo era tanto más modesta como sincera; y su anhelo, apenas pragmático: procuraba que lloviera en el escaso territorio de su caja de cristal, con el único objetivo de manufacturarla en serie y venderla como juguete para niños o adorno para adultos. Por una de esas burlas trágicas del destino, aparentemente el novio de Jimena era meteorólogo. Meteorólogo de techos, ponderaba Cubelo.
Si bien él no había logrado hacer llover, el meteorólogo que ahora vivía en su anterior casa, no era capaz de predecir la lluvia. Entre los dos afanes inconclusos, el de Cubelo calificaba como honesto: no impostaba una actividad, ni pronosticaba en falso. Una cosa era anticipar algo que no sucedía, y otra muy distinta intentarlo. Pero su verdadero sueño era llegar a la casa, a buscar a Joaco, con la caja a punto de llover: que Jimena la viera funcionando. No para que lo recibiera nuevamente -Cubelo ya no soportaba la idea de recuperar a la que había sido su esposa, luego de que ella lo dejara-, sino para que reconociera que no la había perdido a cambio de nada. Para que también, como madre de Joaco, le dijera, espontáneamente, que su padre había conquistado un gran triunfo. Hubiera querido que Joaco descubriera que, aún sin quererlo, Jimena lo admiraba.
La cuarentena encontró a Joaco en casa de Cubelo, luego de un par de semanas en las que, por distintos motivos, padre e hijo no habían podido verse. Ambos ex cónyuges coincidieron en que no era mala idea que Joaco pasara los días de encierro en el departamento de Cubelo. Dedicaban el tiempo juntos a la lluvia en caja. Se trataba de combinaciones de sustancias, cambios de temperatura y presión. La noche que trabajaron hasta más de las once y media, de una de las pequeñas nubes asomó un relumbrón que pareció un rayo. Pero no llovió.
Joaco le preguntó al padre si creía que podrían lograr hacer llover en caja antes de que abrieran nuevamente las aulas. No lo sé, respondió Cubelo. Y cuándo volverán las clases, preguntó Joaco. Tampoco lo sé, confesó Cubelo. Desde que Jimena había decidido el divorcio, Cubelo no había dormido ni una noche más de cuatro horas. Pero al menos con Joaco en la casa, el insomnio era menos angustiante. No podía perdonarse, de todos modos, haberla perdido: dejar a Joaco sin el matrimonio de los padres. Sentía que era su culpa. ¿Tal vez debió haber abandonado su invento?
-Suponete que lo conseguimos y llueve -sugirió Joaco-. ¿Sabés cómo hacer que deje de llover?
A Cubelo no se le había ocurrido esa circunstancia. Se encogió de hombros.
– Porque el problema sería que no pare nunca -reflexionó Joaco-. Un diluvio.
– Conocés la historia del diluvio… -comentó Cubelo-.
Joaco asintió.
– Como ahora -siguió Cubelo-. Encerrados hasta que llegue una buena nueva.
Cuando por fin dejó de caer agua, en el tiempo de Noé, Dios hizo saber por medio del cielo que había perdonado al hombre, que se reconciliaba con él.
– Pero volvió a haber terremotos, tsunamis… y esto -apuntó Joaco, refiriéndose a los días corrientes-.
– No hay ninguna explicación razonable -concluyó Cubelo-. Ni hace diez mil años, ni ahora mismo. A lo único que puedo aspirar, es a hacer llover en esta pequeña caja. ¿Seguimos?
Padre e hijo, sentados a la mesa, entre gaseosas y papas fritas, continuaron en busca de la alquimia: los preparados, el hielo seco, el ventilador, el condensador, la calefacción dirigida.
– Papá -le dijo Joaco-.
Cubelo apenas si lo escuchaba, sumergido en sus intentos.
– Cuando trabajas así -explicó Joaco-, como sin parar, te mordés la mejilla por dentro.
Cubelo sonrió.
– Es verdad -reconoció– Tengo toda la parte de adentro ampollada. Es un tic.
Joaco sonrió, y agregó: – Qué bueno que me vine a pasar estos días con vos.
Joaco se quedó dormido. Cubelo alzó a su hijo dormido en brazos. Lo dejó en la cama, y se fue a su propio cuarto. Fue la primera noche que durmió completa. Al despertar, Joaco estaba delante de la caja. Miraba absorto: no llovía, pero la caja estaba húmeda, como de rocío; y por sobre todo, de vidrio a vidrio, resplandecía un intangible arco iris. Media docena de líneas entrecruzadas, de varios colores, de una tonalidad nunca antes vista. La luz eléctrica no podía generar ese espectáculo. El propio Cubelo no lo podía explicar. “Tampoco esto se puede explicar”, se dijo. Exclamó como si recordara de pronto: – La reconciliación. La señal de la reconciliación era el arco iris.
– ¿La señal de Dios a Noé?
Cubelo asintió sin querer, pero pensó en voz alta: – La señal de que un hombre se perdona a sí mismo.
WD
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