No hay película de pandemia que haya retratado con precisión la locura de mover picaportes con los codos, de festejar cumpleaños “seguros” con invitados vía pantalla partida, de hacer de la lavandina el
dios del hogar y de practicar turismo aventura llevando la bolsa de basura desde la cocina hasta la puerta de calle. El coronavirus superó la fantasía de Spielberg y otros mil. Y acercó a muchos a la atmósfera Benigni.
Una guerra y una pandemia podrán ser discutiblemente comparables. Lejos de la esa discusión, las plataformas de streaming y los canales del mundo reflotan ciencia ficción, pero también ese de mensaje de autoayuda que nos dice en trazo grueso que el horror un día terminará. En Italia todo es válido para construirse una coraza. Y en en esa épica de balcones, de la resignifición de estos espacios domésticos como lugares de aplauso y resistencia, la melodía de La vida es bella recobra protagonismo. En las calles españolas, también. El ayuntamiento de Tavernes, en Valencia, por ejemplo, reproduce estas horas la banda sonora de la película.
Historia grieta, a La vida es bella se la ama por su exageración sentimental, por lo barroco de su moraleja, por su desmesurada italianidad y se la odia por lo mismo.
“La vida es bella”.
Para quienes no tienen fresca la sinopsis de este hito cinematográfico: todo empieza en 1939, cuando el camarero Guido (Roberto Benigni), de origen judío, se enamora de Dora (Nicoletta Braschi). Mueve cielo y tierra para conquistarla. Ya en 1945 se los ve casados, felices pese a la invasión nazi. Crían juntos al adorable Giosuè (Giorgio Cantarini). El drama está a punto de iniciarse…
El día del cumpleaños del pequeño, Guido, Dora y el hijo de ambos son llevados a un campo de concentración. Ese padre se las ingeniará para armar un universo, haciéndole creer al niño que todo se trata de un juego. “Gana un tanque el primero que obtenga 1.000 puntos”. Reglas: llorar, pedir comida o querer ver a mamá implicarían la pérdida de puntaje.
Cada día millones de italianos toman la fórmula de Guido Orefice (Roberto Benigni): crear una realidad paralela para sus hijos, para que el dolor sea menos profundo. Otros millones, claro odian la película: la tildan de “de falso sentimentalismo”, de hacer “naif” una llaga histórica.
A éstos últimos les parece peligroso el ocultamiento, el disfraz, la ilusión: “Esto no es La vita é bella”, advierten algunos indignados. “Los muertos apilados no pueden ni deben ser ocultados a los niños”.
El afiche de “La vida es bella”.
Como sea, la historia que dirigió Benigni (y que escribió junto a Vincenzo Cerami) vuelve como reminiscencia en medio del monstruo que avanza. Se estrenó hace 23 años y fue hecha, en parte, con fondos de Cecchi Gori, quien fuera Presidente de Fiorentina.
De los más de 50 premios que recibió, fue el Oscar a mejor filme extranjero 1999 el que hizo eterna la foto de Benigni (también Oscar a mejor actor) saltando de su butaca y agradeciendo parado en el respaldo en el Dolby de Los Ángeles.
Muchos no saben que la actriz protagónica era y es la pareja de Benigni en la vida real. O que cuando se anunció el rodaje hubo protestas en la comunidad judío- italiana. Benigni solucionó la preocupación de miles con una reunión en la que pidió asesoramiento de algunos supervivientes de Auschwitz.
El antes y el después. El niño de “La vida es bella”, Giorgio, ayer y hoy.
Lo que impacta del paso del tiempo es ver a ese niño eterno que el cine congeló, Giorgio Cantarini, transformado en un hombre que el 12 de abril cumplirá 28 años. Gorgio continúa intentando suerte en la actuación, pero es como si los productores no pudieran deshacerse del recuerdo de ese ángel bajito al que más tarde Ridley Scott convocó para Gladiador.
Fue el compositor, pianista y director de orquesta Nicola Piovani el encargado de la arquitectura sonora de La vida es bella. Un dato curioso: muchos habían propagado la teoría conspirativa de que Nicola Piovani era un seudónimo del maestro Ennio Morricone, y que la película tenía la marca del cerebro musical de Cinema paradiso. Pintoresco. Pero falso.
La inspiración: una historia real
Detrás de tanta ficción edulcorada, hubo un hombre que sufrió mucho de lo que La vida es bella intentó recrear. Fue el hombre que escribió Derroté a Hitler, libro que puso en primera persona y con una escritura sencillísima la realidad de los campos de concentración nazis y el trato hacia los judíos en el régimen de Adolf Hitler.
Rubino Salmoní, el hombre que inspiró parte de “La vida es bella”.
Se llamaba Rubino Romeo Salmonì, había nacido en Roma en 1920 y vivió hasta los 91 años. De los últimos judíos romanos sobrevivientes del holocausto nazi, murió en su ciudad natal en 2011.
Rubino llegó a Auschwitz en abril de 1944, tras un paso por el campo de concentración de Fossoli, al norte de Italia. Atravesó siete meses de encierro y en agosto de 1945 logró regresar a Roma y reencontrarse con sus padres, pero no con sus hermanos Angelo y Davide. Los dos habían sido asesinados por los nazis.
Salmoní recordaba en su libro que en los meses más oscuros había dejado de ser Rubino Romeo para convertirse en el número A 15810, “un animalito, una cosa a descartar”.
“Hice de todo en ese tiempo de cuarentena: desde cantar a recoger los cadáveres. Pobre gente, qué poco pesaban… Flacos, piel y huesos, prácticamente sólo les quedaba la estructura ósea… ¿Quién podría decir a quién pertenecían aquellos míseros restos? Todas las mañanas se veían pobres seres pegados a los cables de alta tensión eléctrica. Estaban cansados de sufrir y se abandonaban a la piedad de Dios para poner fin al infierno”.
“La vida es bella”.
Claro, en la historia de Rubino no había un niño, ni un padre que “fabricaba” una realidad, pero cientos de detalles unidos se transformaron en los cimientos de la película. La chimenea de Auschwitz como la primera postal apenas pisó el infierno, la sensación de frío que nunca volvió a experimentar ni en la nieve, el acto de caminar entre cadáveres, “la industrialización de la muerte”. Todo eso sirvió a Benigni como borrador.
El vínculo de Rubino con un hombre entrañable llamado Josef fue lo que Benigni tomó como central. “Josef era un judío enamorado que murió pocos días antes de la liberación. Día tras día, su desesperación pasaba por la falta total de noticias de su adorada Selina”.
Rubino había podido recuperarse, pero con la conciencia de quien camina siempre con una llaga. “Quien estuvo en Auschwitz nunca se fue de ahí”. Había montado un local de ruedas de autos en el que trabajó hasta pasados los 80 y en el que muchas tardes recibía muchas Benigni para ayudarlo en el guión de lo que sería la gran película. El actor no podía creer la comicidad que Rubino manejaba hasta para hablar de la tortura.
“Ser un dolor andante y, sin embargo, sonreír”, les decía a sus herederos. Tuvo cuatro hijos y 14 nietos.
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Clarín
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