Esta no es una guerra. No es verdad que el coronavirus nos ponga en un campo de batalla como un enemigo al que enfrentar. En una guerra, alistás a tus ejércitos,
tus cañones, tus tanques, tus barcos, tus aviones y tus misiles. El otro, el enemigo, que hasta tiene un uniforme diferente para que lo identifiques bien, hace lo mismo. Si hay un paso de más, nos matamos. Todo está muy claro.
¿Qué clase de guerra se puede librar con un enemigo invisible? ¿Cómo enfrentar, igual que en una guerra convencional, a un enemigo silencioso capaz de desembarcar sin que lo notes, de entrarte sin que te des cuenta, quedarse quietecito dentro tuyo para poder saltar a otros cuerpos y estallar luego para matarlos a todos? ¿Qué clase de enemigo cruza a millones de sus ejércitos, de la noche a la mañana, de país a país, de continente a continente? ¿A qué clase de enemigo le importa nada tus armas y tus defensas?
Lo que va a ser de guerra es el después. La posguerra, digamos. Pero enfrentar al coronavirus como a un enemigo común y silvestre es empezar por perder una batalla.
En una guerra convencional, la primera víctima es la verdad, sentencia repetida en cada guerra y célebre por su hipocresía y su mala uva. En cambio, frente a la pandemia, la verdad es lo primero. La información es hoy un arma esencial para enfrentar a lo desconocido, para calmar la incertidumbre, para sosegar almas alteradas que temen, con razón o sin ella, a una muerte azarosa e implacable.
Los vapuleados medios de comunicación, los medios a los que el autoritarismo intentó hacer ver como enemigos de la sociedad, cumplen hoy, como siempre, una tarea fundamental: hacer saber lo que pasa, denunciar si algo pretende ocultarse, alertar, cuidar, prevenir, abrirse al mundo, contactarnos con otras realidades en una variante acaso impensada de la solidaridad. Y quienes, día a día, lo arriesgan todo para poder informar, reciben hoy un reconocimiento que en las guerras comunes y silvestres no tienen.
En una guerra de las usuales (lo son desde Caín y Abel), quienes viven alejados de los campos de batalla, gozan de cierta tranquilidad, salvo que vivas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Pero la lucha contra el coronavirus ha multiplicado por miles los campos de batalla, y los ha extendido al mundo entero, ha puesto trincheras en las barriadas, en las favelas, en las chabolas, en el Empire State y en el Obelisco. Esa certeza de lo probable es la que angustia y degrada más que el silbar de las balas y el ulular de las bombas de las guerras que supimos conseguir.
Además, la pandemia multiplicó el sentimiento de incertidumbre por la vida, que es común a toda guerra, pero que ahora está elevado a una cumbre desdichada y tenebrosa porque ni siquiera podemos prever los pasos del enemigo invisible. Estamos en casa, encerrados, esperando que a uno no le toque, ni a nadie querido, ni a los amigos, ni a los vecinos. Esa percepción de la transitoriedad, de sensación de fragilidad extrema, de eventualidad, de que todo es provisorio y circunstancial, genera un sentimiento de finitud aterrador e incomprensible. Y también genera la amarga impresión de que por ahora no es posible construir nada que sea estable. El enemigo tiene un aparato de inteligencia y de acción psicológica formidable: nosotros.
Las armas convencionales de una guerra formal, sirven de nada contra el enemigo de esta falsa guerra: no lo afectan ni los misiles, ni los cañones, ni los aviones, ni las tropas, ni los fusiles. Al enemigo lo mata el alcohol en gel, pero no hay; lo abate la lavandina, pero escasea; nos protegemos de él con barbijos, pero tampoco hay para todos; al enemigo lo derriba la prudencia, pero no la ejercemos; lo puede tumbar el sentido común, pero no es algo que abunde.
Cuando la pandemia pase, cuando pase incluso la posguerra que deje la pandemia, habrá que almacenar nuevas armas y en nuevos arsenales para enfrentar a estos nuevos enemigos: habrá que aprender nuevas conductas sociales y políticas, crear una mayor solidaridad, elegir a mejores líderes, impulsar mayor apego a la verdad y a la responsabilidad individual, a la generosidad y a la compasión; habrá que diseñar tal vez una educación más profunda y de mayor alcance, promover un mayor interés y cuidado por la investigación científica y por quienes la llevan adelante: casi es como que deberíamos retornar al humanismo.
Las armas del futuro rondan la información y el conocimiento. El enemigo le teme a la inteligencia.
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