Día 1
Uso el viaje en ambulancia para mirar la calle.
Un hombre alto, con anteojos, antiparras, guantes de látex, camisolín y barbijo acaba de estirar su brazo
en la puerta del edificio en el que vivo para darme mis guantes y mi barbijo. Una mujer vestida igual que él pero más alejada hace las preguntas. 38.6 el pico de fiebre. A eso de las diez de la noche, hace doce horas. La garganta más ardor que dolor, pero un poco de las dos. Dolor en todo el cuerpo, pero no, no especialmente en las articulaciones. Cansancio. Mucho cansancio. Sin tos, ni seca ni con catarro. Sin dificultades para respirar. Sin enfermedades crónicas. Inquilina de un dos ambientes en un conglomerado con circulación comunitaria. Sospechosa de coronavirus y de dengue, según establece el Ministerio de Salud de la Nación.
La pelusa amarilla que hay en el asiento, en la camilla y en el piso de la parte de atrás de la ambulancia es el residuo del protocolo de desinfección que acaban de hacerle, dice el hombre. Mi primer acto de fe es creerle. Mi segundo acto de fe, el más necesario y difícil de sostener en los ratos más angustiantes, es convencerme de que ir a un hospital en plena pandemia no es meterse en la boca del lobo. Que cuando me suba me ponga el cinturón y que por favor no altere ninguna de las medidas de seguridad que me han indicado. Que si necesito que abran más la ventanita que da a la parte en la que viajan ellos para que entre más aire, les grite. Que si la pantalla táctil de mi celular reconoce el dedo con el guante de látex, buenísimo. Pero que si no, no lo use. Que a ellos les indicaron que el traslado es sólo ida pero que ahora confirma. “Espero volver pronto”, le digo al encargado, que mira el operativo a al menos tres distanciamientos sociales de nosotros. Desde su balcón -lo voy a saber después- mira también una vecina. Que suba, dice el camillero, que nos vamos.
Uso el viaje en ambulancia para mirar la calle. A la altura de Chacarita hago la cuenta en el aire: hace 27 días que no circulo por Corrientes, en subte o en auto. La última vez fue el 17 de marzo. Después, el home office. Veo los carteles rojos de la estación Malabia y pienso en que extrañar una estación de subte no era una sensación posible hasta ahora. Me acuerdo del olor a pancho que hay en la combinación de las líneas B, C y D y creo que volver a la normalidad tiene olor a pancho. La ambulancia dobla en Canning. A la altura de la Shell de Gorriti pienso que ahí me tocaría girar si estuviera yendo a tomar mate con panqueques a la casa de una de mis mejores amigas pero estoy en una ambulancia.
Reconozco las calles cercanas al Hospital Alemán sin mirarles los carteles: mi hipocondría, mis controles anuales y algunas operaciones y tratamientos familiares, en ese orden, me trajeron hasta acá muchas decenas de veces. Reconozco la pandemia en estas calles. A las persianas de los negocios cerradas y lo vacías que están las veredas se les suma un dato imposible en la era pre-coronavirus: hay lugar para estacionar.
“¿Ya llegaste?”, dice el mensaje de Luci, que es la chica con la que salgo hace algunos meses. La noche del 19 de marzo, cuando todo el país dejó de salir al mismo tiempo, ella y yo decidimos empezar la cuarentena obligatoria juntas. Luci, que anoche trajo pollo con calabaza hervida a la cama y que ordenó acolchados y frazadas estratégicamente para que acompañaran al antifebril, es mi contacto estrecho. Lo que digan de mi cuerpo puede determinar lo que pase con el suyo. La suma de nuestras incertidumbres nos acerca y nos angustia, en ese orden. Le respondo que ya casi llego y cuando levanto la cabeza la respuesta es vieja. El hospital tiene una carpa montada en la entrada de la guardia. Por acá accedemos los sospechosos de pandemia. Los otros, los de las patologías sin prime time, usan otra puerta. Nada, pero mucho menos este edificio que conozco demasiado, se parece a la normalidad.
Sigo las instrucciones: dicto mi DNI desde la butaca en la que viajé, espero con la puerta de la ambulancia abierta a que me indiquen cuándo bajar, escucho los ruidos de la impresora que escupe la pulsera autoadhesiva que tiene mi nombre y ese número de documento que acabo de entregar. Que baje de la ambulancia, que pase por esa abertura de plástico que un guardia de seguridad con barbijo y guantes abre, que ojalá dé negativo, suerte. Un enfermero me pone la pulsera de papel con mis datos y otra plástica, naranja fosforescente: son mis pases al Viruspallooza. Que me van a llevar a una sala de aislamiento y que ahí va a ir a verme un médico. Que lo siga.
La sala tiene una camilla de las de consultorio, una ventana de esas que alcanzan para ver los pies de los que pasarían por la calle si andar por la calle no estuviera prácticamente suspendido, y una cruz de madera sobre la puerta. Tiene el teléfono fijo por el que tengo que llamar al 2341 para pedir autorización para ir al baño y para avisar que volví del baño así lo desinfectan. Tiene una silla y al lado de la silla tiene lo que más me importa que tenga esta habitación en la que no sé cuántas horas voy a pasar: un enchufe. “No pienses que estoy solo, estoy comunicado con todo lo demás”, me calmo.
Alfredo tiene 32 años, camisolín celeste encima de su ambo, guantes, barbijo, antiparras y una mascarilla de protección de plástico grueso. Su título de médico está en la casa de su mamá, en Dolores. Dice que no tiene miedo de contagiarse porque vive solo y no tiene a quién transmitirle el virus. Dice que no va a volver a Dolores hasta que esto pase. Dice que presento más síntomas de dengue que de coronavirus pero que me van a testear por los dos, porque cumplo con la definición de caso sospechoso. Que fiebre y dolor de garganta, aunque ahora mismo no tenga esos síntomas, van directo al hisopado. Dice que como mis síntomas son leves es probable que me manden a mi casa a que espere allí los resultados. Mi tercer acto de fe es aferrarme al momento en el que Alfredo dijo “probable”.
Pido autorización para ir al baño y me explican el protocolo. La palabra “protocolo”, que hace más de un mes uso para escribir notas y para hablar en la radio, se me vuelve más obligatoria. Como soy un caso sospechoso, los protocolos son mi manual de instrucciones. Tengo que usar el líquido desinfectante que hay en el baño para pasarlo por las canillas y por la tabla del inodoro. Después hacer pis. Después volver a desinfectar. Después caminar hasta la sala de aislamiento y avisar que estoy de vuelta.
Quisiera fugarme. Mientras hago pis pienso en cuánto tardarían en frenarme los guardias de seguridad que me reconocerían por mi pulsera fosforescente, en que escaparme es un delito federal, en que tengo el cuerpo cansado, en Julia Roberts yéndose de su casamiento, en que tendría que haberles dado otro DNI, uno inventado al azar, y que la causa federal recayera sobre cualquier otro ser humano. Son doce o quince segundos de pérdida absoluta del sentido común: no quiero estar acá. Pienso en las notas que escribí sobre las excusas inventadas para violar la cuarentena y en los casos de irresponsables que busqué para contar en la radio: empatizo con ellos, hace casi veinte segundos que soy una de ellos. Quisiera fugarme.
Tiro la cadena, desinfecto y aviso que ya estoy de nuevo en la habitación. Por teléfono, me mandan a la habitación de al lado. Una radióloga vestida igual que Alfredo me pone contra la pared y se lleva una imagen de mi tórax. Alfredo vuelve con una mujer: se llama Marcia, es bajita y va a tomarme las muestras. Me saca sangre de la muñeca porque la vena de detrás del codo está muy escondida. Qué cagona, pienso. La vena. Desde lejos y hablándome de que los tiempos de espera dependen de si van a procesar las muestras acá o en otro laboratorio, Marcia le tiene paciencia a mi bajón de presión. Me hace sentar en la camilla y le digo que lo peor -la extracción de sangre me hace desmayar todas las veces- ya pasó. “Ojalá pienses lo mismo después de que te hisope”, advierte. Una fosa nasal. La otra. Duelen. Las dos. Mucho. El hisopo va profundo. Da la sensación de que el camino se le angosta pero sigue. Pasa lo que Marcia había avisado: se me caen las lágrimas. Me hisopa la garganta, guarda todas las muestras, me desea suerte y se va.
Llevo una hora y media en el hospital cuando suena el teléfono. Es Alfredo. “¿Sabés, Julieta? Te vamos a internar”, dice. Que por protocolo tengo que estar en el hospital hasta que se conozca el resultado. Que me van a llevar a una habitación. Que en un rato me viene a buscar. Que guarde todo en la mochila. La primera vez que lloro es ahora mismo, mientras se me derrumban las probabilidades de que los síntomas leves me devuelvan a casa. Ahora, en esta habitación en la que cumplo con mi mayor aislamiento desde el 19 de marzo y a la que los médicos entran vestidos de fin del mundo, escucho que Alfredo dice: “Te vamos a aislar, ¿sabés, Julieta?”. Mi cuerpo, delito federal mediante, su decisión.
Antes del mediodía, menos de dos horas después de subir a la ambulancia, el secador de piso del consorcio ya hizo ruido contra la puerta de mi casa: “Enseguida vinieron a desinfectar el palier”, me avisa Luci. Una vecina tocó el portero eléctrico. Dice que quiere saber si estoy bien. Que quiere saber qué me pasa.
Las botitas son iguales a las que te hacen poner los de Buquebús para que no les arruines la alfombra. Debajo del camisolín tengo que llevar, sobre mis muslos, la mochila en la que traje dos remeras, dos libros, tres bombachas, un anotador, muchas biromes, el cepillo de dientes y un perfume. El barbijo y los guantes que me puse para salir de mi casa ya no sirven: tengo que usar nuevos. Me van a llevar a la habitación en silla de ruedas así no estoy en contacto con nada. En el recorrido, el hospital transformado: la guardia traumatológica está tapiada, los ascensores por los que circulamos los de pulsera naranja son de uso exclusivo para los sospechosos, las paredes se llenaron de carteles firmados por el Servicio de Infectología que mandan a lavarse las manos durante 40 segundos, a desinfectar, a servirse alcohol en gel del dispenser más cercano.
La segunda vez que lloro es delante de la puerta de la que va a ser mi habitación. Tiene un cartel que dice “Prohibida toda visita” que me destroza. Incluso con la convicción de que no haría venir a nadie a verme a un hospital en medio de un brote global de un virus al que nadie le encuentra cura, tenerlo prohibido me angustia. Esta vez lloro con moco y me esfuerzo porque nada de eso parezca un síntoma gripal, algo que les haga sospechar más de mí. Mensaje a la Julieta de hace 24 horas: el verdadero aislamiento no sos vos recortándole las hojas feas al malvón en tu balcón, ni vos con dolor de cintura por trabajar demasiadas horas en el sillón, ni vos haciendo fila en la verdulería una vez por semana, ni vos mirando a las siete de la tarde el calendario del celular para saber qué día es. No estaba tan mal la excursión de los viernes al mercado, la fiambrería y la carnicería. El verdadero aislamiento tiene un cartel en la puerta que avisa que estar cerca tuyo es peligroso.
Conozco estas habitaciones. Nunca -hasta hoy- me habían internado en este hospital ni en ningún otro, pero dormí en algunas de estas cuando me tocó ser acompañante. Nunca -hasta hoy- les había visto dos camas y ningún sillón. “Es que nos estamos preparando para cuando se desborde la pandemia. Se armó doble cama en cuatro pisos del edificio, todo reservado para coronavirus”, me dice una enfermera. Otro aviso para la Julieta de hace 24 horas: la palabra “pandemia” dentro del hospital, con el hisopado en marcha y una cama atada a mi número de documento, se escucha en mayúsculas, subrayada y con negrita.
Bien la saturación, la presión un poco baja, sin fiebre, dice la enfermera. Y despliega el manual de instrucciones.
Las enfermeras, las médicas y las cocineras -excepto Alfredo, todas las personas que se ocuparon de mí fueron mujeres- van a comunicarse por teléfono. Para indicarme que me tome la fiebre; para saber, cinco minutos después, qué dijo el termómetro; para avisarme que es momento de salir a buscar la comida hasta la puerta; para saber si tengo algún síntoma; para darme información sobre los análisis. Cuando la haya, Julieta. Que esté atenta a dificultades respiratorias. Que cada vez que me asome a la puerta o que me avisen que va a entrar alguna enfermera o alguna médica tengo que hacer así: alcohol en gel, barbijo, alcohol en gel. Que tengo que tomar mucho líquido y que para eso me comunique al 2381, que me alcanzan agua desde la cocina. Que todo lo que tenga que tirar va al tacho rojo y grande que está en la habitación. El de residuos patogénicos. Conozco estas habitaciones: sacaron el tacho más chiquito y negro del baño. El de la basura normal. Ahora todo es peligroso. Todo lo que use esta sospechosa puede estar infectado. Como cuando teníamos ocho años y jugábamos a la mancha venenosa pero de verdad, sin patio y sin compañeritos.
La bandeja que trae unos spaghetti y una ensalada de frutas tiene un código de barra, mi nombre y mi número de habitación. Todo es descartable: el vaso, el plato, los cubiertos, la bandeja. Todo al tacho rojo al que le cambian la bolsa una vez por día. Como si estuviera en un restorán o en una de esas noches -en mi caso ocurre unas veinte veces al año- en las que cocino rico y elaborado en mi casa, saco una foto del menú y, en vez de subirla a Instagram, la mando por WhatsApp. A Luci, a mi familia, a algunas amigas. Me hago la que es para avisarles que ya trajeron la comida, que va todo bien, pero en realidad es un pedido de compañía. A ver si nos cargamos el cartel de la puerta con alguna videollamada que, menos mal, enseguida llega. Ya ubiqué todos los enchufes de la habitación. Ya detecté que el aparato que administra las dosis de los sueros me puede servir de trípode para cuando tenga que cargar el teléfono mientras me le aparezco en camisolín a alguno de los integrantes de mi círculo rojo.
Son casi las cuatro de la tarde cuando, guionada por Ray Bradbury, entra a verme la médica clínica de este piso de internación. Diría que tiene ojos verdes pero no estoy segura. Están detrás de sus anteojos y de sus antiparras. Pienso en cuánto quedará del ojo clínico al final de todas esas capas. Me preocupa pensar que poco porque soy de las que les miran la cara a los técnicos ecografistas a ver si, según su gesto, tengo cáncer o no. Quiero ver a la médica y que la médica me vea. Tiene barbijo quirúrgico y uno de tela finita encima, cofia, guantes y camisolín. Sin fiebre, con la presión normal tirando a baja, bien la saturación, bien el ruido que hace mi caja torácica cuando respiro hondo y largo por la boca.
A dos metros y con paciencia, Martina explica los plazos. El test de dengue es rápido: una vez que llega al laboratorio, en 24 horas está el resultado. Lo que puede pasar es que demore en llegar porque se arman filas más o menos largas para testear dengue. No importa: si estoy asintomática, si no tengo fiebre alta ni dolor de articulaciones, puedo esperar ese resultado en casa, dice. El PCR que busca coronavirus tarda al menos 48 horas. Depende, también, no sólo del tiempo que lleva procesar la muestra sino de la burocracia que pueda demorar eso: si hay reactivos o no. Si da negativo me voy a casa. Si da positivo tienen que dejarme aislada hasta que se cumplan siete días de los primeros síntomas, volver a testearme y ver qué pasa con esa segunda prueba. “Pero vamos paso a paso. El protocolo ahora mismo es esperar ese segundo test en aislamiento pero es un protocolo que cambia todo el tiempo”, dice. Ya sé, Martina. Sigo al coronavirus desde Wuhan, que es el Cemento de esta pandemia. Hago algunas preguntas que son un poco para asegurarme de haber entendido todo y otro poco para que haya alguien más en la habitación otros tres o cuatro minutos. Ella responde con detalle y paciencia. Tal vez sepa lo de los tres o cuatro minutos extra.
Dice esto: “Tenés los glóbulos blancos un poco bajos. No mucho, pero es una señal de que muy probablemente haya algún virus en tu cuerpo”. Me asusto. En este contexto no quiero ningún virus. Quiero que sea un poco de estrés, un poco de esta vida moderna pluriempleada y con algunas preocupaciones personales pesadas en demasiados pocos meses. Que sea mi cuerpo diciendo basta pero sin impacto en mis análisis de laboratorio. Sin virus. También dice esto: “Tu placa de tórax está perfecta. Tus pulmones están muy bien, no hay neumonía. Deberías poder pasar esto sin grandes complicaciones. Pero si tenés fiebre nos llamás. Si te cuesta respirar nos llamás. Vas a estar bien”, dice.
Y dice: “Esta es una internación por protocolo. Para muchos pacientes es su primera internación. Vernos a nosotros vestidos de astronautas puede ser novedoso. Puede ser angustiante”. Para mí no es novedoso: vi a médicos vestidos de pandemia fotografiados por las agencias internacionales de noticias, por reporteros gráficos que sigo en Instagram y por compañeros y compañeras del diario a los que les conozco las edades de los hijos. Pero esta vez el cuerpo del que se protegen, su posible kryptonita, es el mío. Es mi primera internación y la peste, tal vez, sea yo. La tercera vez que lloro es cuando Martina dice “puede ser angustiante”.
Tengo un cumpleaños por Zoom. Un rato antes, para que mis amigas no se encuentren por videollamada con paredes que no son las de mi casa, les aviso que estoy internada, que me están testeando, que creo que voy a estar bien. Dicen cosas lindas y mandan emojis. A la hora de la reunión vuelven a decir cosas lindas. Brindo doble con agua servida en mi vaso descartable y hablo poco de cómo me siento porque si me escarban, lloro. No me gusta estar acá. Entiendo las razones de salud pública que me trajeron y que me retendrán acá, entiendo que me están cuidando y tratando con celeridad y empatía, y como ya desistí de darme a la fuga, ahora me concentro en no desesperarme mientras pasan las horas que me separan de mis novedades epidemiológicas. Apago la cámara y mi micrófono cuando inevitablemente la pandemia copa la conversación grupal. Apago el audio de la reunión cuando escucho a una de mis amigas decir que los trabajadores de la salud son uno de los principales vectores de contagio. Ya lo sé. Pero necesito amortiguarlo, así que me repito eso de que no me metí en la boca del lobo.
La cena llega a eso de las ocho de la noche. Con barbijo y las manos recién untadas en alcohol en gel me asomo a la puerta a recibirla. El truco es que Susana, una de las cocineras, estire sus brazos lo más posible y yo estire los míos lo más posible y todo el resto de nuestros cuerpos lo más lejos que se pueda. Mi mamá y mi papá se alternan para hacerme compañía. Los dos me dicen que coma bien. Los dos preguntan qué temperatura tengo y si me duele algo. Los dos intentan amorosamente desde sus casas que sienta la menor angustia posible. Tener padres separados, en días más o menos comunes, multiplica el tiempo dedicado a la familia. Tener padres separados en internación con aislamiento aumenta el tiempo que paso con el sillón virtual de esta habitación ocupado: se siente bien. Luci y yo nos vemos a la hora del postre. La vecina volvió a tocar el portero eléctrico: quiere saber qué novedades hay. A Luci y a mí nos preocupa que sea coronavirus. Para las dos fue un día difícil. Las dos creemos que hay besos mucho mejores que los que se dan antes de los nervios de que te lleve una ambulancia.
A las diez suena el teléfono. Sin fiebre y con una botella de agua recién empezada, gracias. Con mucho dolor de cabeza. No, detrás de los ojos no. En las sienes y en la frente. Diría que por llorar mucho. Sí, me vendría bien un paracetamol. Perfecto, barbijo y me asomo. Buenas noches y gracias.
La tele de la habitación está en silencio. La prendí apenas llegué a ver si funcionaba, la apagué y ahora mismo hay un canal de aire con un graph rojo que habla de la cantidad de casos diarios de coronavirus. No quiero saber más nada de esto de lo que vengo escuchando hablar, y escribiendo, y hablando en radio y en grupos de WhatsApp y en videollamadas hace dos meses y medio. No quiero tener un carajo que ver con el coronavirus, pienso, mientras espero que esté avanzando el test que mide mi vínculo con la pandemia. Me da miedo que me dé miedo dormir en un hospital. Apago la tele y pongo Netflix en el teléfono. No tengo energía para concentrarme en el segundo capítulo de “Poco ortodoxa” así que apelo a un analgésico de amplio espectro: al tercer capítulo de “Friends” me quedo dormida.
Día 2
Miro la hora en el celular. Las cuatro de la mañana. Estoy transpiradísima y con la absoluta convicción de que estar así de empapada no tiene nada que ver con tener fiebre y todo que ver con estar soñando raro. No sentí frío, no me dolió el cuerpo, no registré un calor extraordinario. 35.6 dice el termómetro. Me cambio el camisolín por uno que esté seco y anoto en mis papeles: Hugo Yasky.
Acabo de soñar que el líder de una de las CTA me llamó para pedirme datos sobre cómo estaban los trabajadores del hospital. Si tenían insumos para protegerse y si descansaban y no estaban sobrecargados. Soñé que me pedían que recolectara, ordenara y transmitiera información.
Me vuelven a despertar los ruidos que vienen desde el pasillo. Son las enfermeras en pleno cambio de horario. Las de la noche se despiden entre ellas y de las de la mañana, y se ríen, y creo que extraño el ruido de los recreos de las primarias que se escuchan cuando pasás por la vereda de una escuela. Enseguida llama una: que me tome la fiebre y si registro algún síntoma; que vuelve a llamar en cinco minutos. El aislamiento es eso que pasa entre el primer y el segundo llamado de la humana que te tomaría la temperatura si no hubiera una pandemia. No tengo fiebre. Sigo durmiendo.
A las ocho de la mañana, mi papá, mi mamá y mi tía ya preguntaron cómo pasé la noche y una enfermera me avisa por teléfono que me ponga el barbijo, que va a entrar. Saturación bien, la presión apenas baja, sin fiebre, sin dolores, sin dificultades para respirar. Sin nada para esperar de este martes: incluso si hubiera noticias sobre el test de dengue, los resultados de coronavirus estarían disponibles, con suerte, mañana. Me repito algunas veces que no habrá noticias determinantes hoy, cosa de creérmelo. De vivir en consecuencia. Le enfatizo al círculo rojo que mejor no esperar grandes cambios, que a este día habrá que usarlo para descansar. De todos los síntomas que tuve el domingo a la tarde sobrevive uno: tengo el cuerpo muy cansado.
La enfermera me avisa que es la hora de ducharme. Que ella va a cambiar las sábanas que yo le transpiré a esta cama con barandas y mesita y que yo me vaya a bañar, así mientras tanto limpian la habitación: los pisos, la mesa de comer y la de luz, el control remoto, el termómetro, el escritorio sobre el que apoyé la campera y la mochila con las que llegué hasta acá. A la solución desinfectante con la que limpiaban siempre le sumaron otra pasada con lavandina. El baño, un rato después, se limpia también en dos fases. Pero eso, pregunto y me responden, desde siempre.
Ducharse cansa y dignifica. Mientras me baño escucho el programa de radio en el que trabajo. No quiero noticias, quiero voces familiares. Nunca tomé un antidepresivo pero lo imagino parecido a perfumarse después de bañarse debajo de un duchador sin zócalo en un hospital. Lavo a mano la bombacha que acabo de sacarme: si tengo que esperar un segundo test, las tres que traje no van a ser suficientes. Hay un protocolo -otro protocolo- para que vengan a traerme cosas: tengo que avisar los datos de quién va a venir, deja el paquetito en la mesa de entradas, lo desinfectan y me lo traen. Friego la bombacha con ganas de que nadie tenga que venir a traerme nada y me tranquiliza que no seamos dos en la habitación: colgar ropa interior de una canilla requiere confianza. De la familia del chiste: “¿Y, ya dejó el cepillo de dientes en tu casa?”. Antes de volver a la cama bailo la que pasan en la radio. Quiero usar el cuerpo, sentirlo capaz de aguantar unos pasos y de alojar placer. Sentirlo sano. “Loser”, de Beck, es la canción.
Pienso en eso de que tengo los pulmones sanos y que mi cuerpo, dijo la médica ayer, está preparado para pasar esto sin mayores complicaciones. Pienso en lo poco que hago para cuidar este cuerpo, en que algo se me sacudió cuando ella dijo eso. Algo parecido a la sensación de que a la suerte hay que ayudarla y que debería, esta vez sí, comer mejor, descansar mejor, hacer actividad física. Que a las máquinas hay que aceitarlas y que tener el cuerpo más o menos preparado para sus batallas es una responsabilidad exclusivamente mía. Me sé las principales comorbilidades de la pandemia. No tengo ninguna. No estoy haciendo nada para no tenerlas. El lunes empiezo, pienso. Con miedo y con alegría.
Desde el pasillo se escuchan los carritos con cacharros metálicos que van y vienen de la cocina. Me entusiasma más el vaivén humano que el almuerzo, aunque coma todo todas las veces. Quiero que falte poco para interactuar con alguien, para que me llamen y asomarme, para sonreír y dar las gracias por debajo del barbijo. Me acuerdo del final de “El secreto de sus ojos”, cuando el femicida que Rago mantiene preso en la clandestinidad le ruega a Darín que haga que su carcelero le dirija la palabra.
Llevo unas 24 horas en esta habitación que mantengo prácticamente en silencio y reconozco a mis vecinos de Viruspallooza por los ringtones de sus celulares. Anoto “ringtone” en mis papeles y creo que hace dos Mundiales o tres que no uso esa palabra. La de la mujer de al lado es una de esas melodías que viene por default y nunca cambiás. La llaman varias veces por día. Tiene conversaciones largas. Prende la tele temprano y la apaga después de cenar. Del otro lado, a un señor las llamadas le entran con música clásica. Cada vez que tiene que asomarse a recibir comida o medicación se angustia. Algunas veces llora. Dice que necesita ver a su familia, que por qué no pueden venir. Tiene voz de andar por la edad del grupo de riesgo. Que está asustado, dice.
Mi habitación es grande: alcanza para dos internados, unos pasos de baile entre las dos camas, y unos cuadritos de esos que cuelgan los hoteles marplatenses de dos lucas y media la noche. Tiene una ventana que agradecí apenas me abrieron la puerta. Una calcomanía advierte que mejor no abrirla porque pueden venir los mosquitos del mal. Se ve una palmera. Desde el ángulo de mi cama se ve el cielo -y el paso de las horas- y si me paro al lado del vidrio, veinte metros de la avenida Pueyrredón. Miro un rato. No pasa nada ni nadie salvo un 41 que parece vacío. Ojalá hubiera un choque de esos que no dejan ningún herido pero sí algunas puteadas entre los dos autos. De esos que dan bronca porque el seguro no paga nada o apenas unos pesos por encima de la franquicia. Ojalá pasara algo, alguito, un poco de acción. Siento el cuerpo agotado pero no me puedo dormir, que sería la manera más eficiente de hacer pasar estas horas en las que lo único bueno que puede pasar es que no pase nada.
Sin fiebre y sin síntomas respiratorios. A las dos de la tarde la médica hace preguntas por teléfono y dice que hoy, excepto que se precipite algún malestar, no va a pasar a verme. Que todavía no hay noticias de los testeos y que si se llega a saber algo del dengue durante la tarde me avisan, y que si no llaman es porque no hay ninguna novedad. Que está confirmado el protocolo de que en caso de CoVid -acá, a veces, dicen CoVid- positivo voy a tener que quedarme en aislamiento hasta el segundo test. “Pero vamos paso a paso”, dice, como su colega de ayer.
Con mi usuario y mi clave, entro a la interfaz de mi prepaga: allí estarán cargados mis estudios a medida que se conozcan los resultados. Estoy a punto de descargar el PDF de los últimos análisis disponibles bajo la premisa de que tal vez ya se sabe algo pero por burocracia aún no hay información en mi piso de internación. Si el hospital fuera la redacción del diario, el PDF sería mi cablera, pienso. Y también pienso que esto es como googlear un síntoma pero peor. Cierro la sesión y me concentro en mi mantra de las ocho de la mañana: hoy no habrá novedades, vamos paso a paso como Mostaza campeón 2001.
El encargado del edificio, por WhatsApp, dice que la administradora del consorcio pregunta por mi situación. Que varios vecinos ya le contaron. Y un emoji del tipito que abre los brazos como diciendo “qué le vamos a hacer”. Que si la administradora tiene alguna duda llame, respondo. Dice Luci que el portero eléctrico sonó dos veces hoy pero que ella estaba en reunión virtual de trabajo, así que no respondió. Digo yo que menos mal, que mejor así.
Con la tele apagada uso el celular para mirar el segundo capítulo de “Poco ortodoxa”. Qué encerrada está esta chica, pienso. Qué difícil sentir tanto agobio. Claro, cómo no te vas a querer escapar, pienso. Por segunda vez en el día miro los diarios por Internet. Los miro a la velocidad que se chequea si el título principal es que se murió Charly García o Maradona y me voy. Hablan -obvio- del coronavirus y yo estoy acá para no tener nada que ver con el coronavirus.
Mis amigas del secundario aparecen todas juntas en la pantalla a la hora en la que ellas meriendan y a mí me están por traer la cena. Nos reímos de cosas que hicimos el siglo pasado y de cosas que hicimos hace un rato. No hablamos de la pandemia más que para señalar algunos de sus efectos colaterales más frecuentes, como que el home office desordena la rutina de la casa y el horario laboral crece como una enredadera, que ya nadie sabe qué cocinar, ni qué serie mirar, ni cuánto va a durar la cuarentena, ni cómo va a ser el mundo cuando volvamos a juntarnos. Ni cuándo van a abrir las peluquerías. En el tono de voz de mi mejor amiga detecto su conciencia sobre mi angustia, la gracia que le causa mi camisolín, la convicción de que voy a volver a mi casa sin mayores complicaciones, la paciencia que va a tener hasta que eso ocurra. El tono de voz de mi mejor amiga es lo más cercano a la verdad que he presenciado. Escucharla me serena. El wifi es mi pastor.
La enfermera de hoy se llama Cinthia. Llama para avisarme que va a venir en unos cinco minutos, que me prepare. Voy hasta el dispenser del alcohol en gel y descubro que destrabé un nuevo nivel de hipocondría: cada vez que me pongo en las manos chequeo si perdí el olfato o si se me clava en la nariz el olor agudo de esa pasta cada vez más cara. Son conmovedores los argumentos que un hipocondríaco puede inventarse para sostener su propia neurosis y lo rápido que se puede estar calculando cada cuánto conviene revisar si perdiste el olfato para, atención, agarrar la cosa a tiempo.
Cinthia tiene el uniforme de estar cuidándose y cuidándome y la voz suave. No tengo fiebre, saturo bien, la presión normal. Dice que al principio les costó mucho acostumbrarse a esta nueva modalidad. Que ellas -las enfermeras- necesitan estar cerca del cuerpo del paciente: verlo, tocarlo. Que tuvieron que aprender a trabajar de una manera nueva. Que a ella no le alcanza con hablar por teléfono. Que tuvieron miedo pero que ya se les fue. “¿Cómo?”. Hablando mucho entre ellas de ese miedo que sentían, todos los días un rato de conversación sobre esa inquietud. Y nada de televisión abierta. Todas series porque ver tele las angustia, dice. Cinthia vive en San Miguel: viaja dos horas en tren y subte, ya se aprendió los horarios pandémicos del San Martín. Dice que nadie en su edificio sabe que es enfermera. Que no quiere que sepan porque tiene miedo de que los vecinos la maltraten. Que en un rato me llama a ver si tengo fiebre o si necesito algo, que cualquier cosa marque el número de Enfermería y pida hablar con ella. La voz de Cinthia se lleva puesta toda su ropa de apocalipsis sanitario.
Mi mamá y mi papá me hacen compañía en la cena: entrada, plato principal y sobremesa. Hacen el esfuerzo de no hablar de nada de lo que dicen los noticieros. Como las enfermeras, constatan síntomas. Como las amigas, constatan estado de ánimo. Guardo el postre para una videollamada con Luci: me impresiona lo rápido que se construyen algunos rituales. Detrás de ella se ve mi casa. Tengo una biblioteca verde y una un poco fucsia. Una mesa ratona que debajo del vidrio tiene un tejido al crochet verde, rojo, azul, naranja, amarillo y violeta. Unas banquetas con el mismo tejido. Construí una casa colorida y me entero ahora, en esta habitación blanca con una guarda amarilla que hace juego con el pastpartou de los cuadritos marplatenses.
Abro la web de la prepaga y la cierro antes de llegar a la parte de estudios clínicos. Maduré respecto de la última vez. Pienso qué canción musicaliza esto de estar internada por caso sospechoso y lo sé enseguida: The Clash, “Should I stay or should I go?”.
Día 3
Hay ratas. Se acercan a la cama en la que estoy internada y en la que decidí que, para que las horas pasen, voy a dormir todo lo que pueda. Se acercan y, como si supieran que estoy sospechada de ser la peste, se alejan. El plano se abre y veo la cama hospitalaria en el medio de la redacción que no piso hace casi un mes. Mi cuerpo curándose en la redacción. Me despierto.
Extraño la redacción. Los gritos de que pasó algo, los gritos de que atentos porque está a punto de pasar algo. Esa agudeza en el oído para, con el correr de los años, saber quién está llegando al escritorio por reconocerle la cadencia de los pasos. El ruido que hace el termo metálico de Natalia cada vez que lo apoya contra el escritorio. La expectativa de que el próximo mate sea para mí. Me invade algo parecido a la desesperación por no tener ni la menor idea de cuándo vamos a volver a tomar mate en ronda. La duda sobre si el distanciamiento social anulará los cónclaves de cuatro o cinco redactores en busca de un sinónimo. Escucho a las enfermeras que van y vienen por un pasillo largo y juego a ver a los pasos de quién se parecen.
Saturación bien, la presión un poco baja pero a esta hora la enfermera de la mañana y yo ya sabemos que es normal, sin fiebre. La versión de “Y dale alegría a mi corazón” que Fito Páez grabó en Euforia alcanza exactamente para regular el agua caliente en el duchador del hospital. Bañarse y secarse entran en “Cadáver exquisito”, “11 y 6”, “El chico de la tapa” y “Mariposa tecknicolor”. El solo de piano de “Cadáver exquisito” es suficiente para ponerse y sacudirse este shampoo rico en detergente. Fito Páez dice “se proyecta la vida” y me pongo a llorar. ¿A dónde se proyecta? Quiero que estas ganas de bailar se consuman en una fiesta con mis amigas con una cumbia tipo “Vete de aquí”, quiero poner mi auto arriba de una ruta e ir a almorzar al primer lugar que se llame “Almacén de Ramos Generales” que aparezca, quiero ir a un bar de Palermo y putear porque es difícil estacionar y putear porque son todas banquetas altas con respaldo corto y putear porque no me dieron ticket fiscal. Quiero abrazar a mi mamá en vez de llevarla al médico en el asiento de atrás del coche sin tocarnos y con las ventanillas abiertas. Las preguntas se proyectan, Fito Páez. La vida está en pausa.
Al 2381 pido el desayuno, que es idéntico a todos los desayunos y a todas las meriendas de esta estadía: un té con leche, una tostada con queso blanco y mermelada dietética, un paquete con cuatro galletitas de agua. Nancy, del equipo de cocineras, es quien atiende el teléfono. Todas las veces que hablo con ella pregunta cómo me siento. Todas las veces que dice “bueno, Julieta, entonces ahí te llevo la comida”, dice en realidad “bueeeno, Julieta, entonces ahí te llevo la comida”. Mi teoría es que estira las e por empatía. Para sonreír por teléfono. Me pongo alcohol en gel, el barbijo y voy a buscar lo mío a la puerta. “Lo mío” es la bandeja descartable y también ver a otro ser humano. Del olfato bien. Nadie me lo pregunta pero los hipocondríacos siempre estamos un paso adelante en la verificación de síntomas.
La tele sigue apagada. Miro los diarios con un poco menos de agobio que ayer. Este nivel: scrolleo las homes, no me meto en ninguna sección en particular, desisto de los medios internacionales, clickeo en alguna nota de Espectáculos, cierro todo.
Pongo el tercer capítulo de “Poco ortodoxa” en Netflix. Siento el cuerpo cansado. Empezó hace cuatro días y dura. Estar en el hospital me angustia mucho menos que el primer día: creo que me adapté rápido a que se asomaran poco por temor a que esté infectada. Creo que adaptarme era la mejor manera de no llorar cada vez que pasara. Creo en Charles Darwin.
Por WhatsApp y a media mañana, la administradora del consorcio me pide disculpas por las molestias y me pide también que le cuente cuál es la situación. Que llame, le digo. La conversación dura media hora y empieza así: “Hola Julieta, disculpá, lo que pasa es que los vecinos quieren saber qué tenés”. Yo también quiero saber qué tengo, imaginate. Mi familia, mis amigos, mi chica, andamos todos con la misma duda. “Están muy angustiados los vecinos. La tele los bombardea e imaginate si ahora tienen un caso positivo en el edificio, quieren saber si hay algún protocolo”, escucho. “No hay que hacer nada especial en el edificio hasta que no se confirme, eventualmente, un positivo. Lo pregunté apenas llegué”, explico. Media hora caminando por la cornisa de la cortesía y los buenos modales. Debajo, se ve el charco de la intromisión a la vida privada, la sospecha como argumento para hacer preguntas, mi inminente mala reacción. Negocio: voy a informar cuando haya resultados, pero que nadie más toque el portero eléctrico de mi casa preguntando cuáles son mis noticias clínicas. A los pocos minutos entra a la casilla un mail dirigido a todos los vecinos: son recomendaciones que el Gobierno de la Ciudad elaboró hace varias semanas para mantener la higiene y la seguridad en los edificios. Es la primera vez que lo recibo.
Duermo. Acomodo las almohadas para que la cintura me duela lo menos posible, almuerzo -y me videollaman- en el medio de unas cinco horas de dormir. Me levanto sólo para hacer pis. En el camino tomo agua, verifico la fiebre, chequeo mi sentido del olfato, vuelvo a la cama. Se proyecta la siesta.
Me despierta un llamado telefónico. Es una de las médicas que se ocupa de mi seguimiento. Que no es dengue, dice. Que del test de coronavirus todavía no se sabe nada y es probable que hoy ya no se sepa nada, que pensemos en mañana. Que si llega a haber alguna noticia ella me llama. Me alivia no tener dengue. Si das positivo te tenés que cuidar para toda la vida porque si te pica un mosquito infectado con otra cepa podés tener dengue hemorrágico y te podés morir. Lo sé porque lo escribí y porque lo conté en la radio, donde uso mucho la palabra “descacharrar”. Hace doce años que soy periodista: la sobreinformación nunca había sido tan angustiante.
Escribo que no es dengue en WhatsApp con muchos signos de admiración y también que todavía no se sabe nada del otro análisis. Vienen emojis de corazoncitos, de la chica que baila, el de prohibido al lado del de un mosquito, algunos audios de gente que ante la abstinencia de fútbol celebra como si gritara un gol -yo haría lo mismo-, y un mensaje de una amiga que dice: “Tampoco va a ser coronavirus. Tu cuerpo necesitaba descansar”.
A la tardecita cumplo con la única obligación con horario desde que llegué al hospital. Se abre la videollamada y escucho la pregunta: “¿Cómo estás?”. “En camisolín”, le respondo a mi terapeuta, que sonríe. Casi todas las sesiones me cuesta el primer cómo estás. No es mi horario habitual éste, pero adelantamos el encuentro. Si tener terapia durante una internación estuviera en TripAdvisor le pondría cinco estrellitas.
Una hora y varias reflexiones impublicables después encuentro en un grupo de WhatsApp que comparto con amigas un intercambio sobre cuánto hay que testear a la población para protegerla del brote. “Nadie sabe a ciencia cierta”, dice una. A ver un poquito de ciencia cierta para este cuerpo, un poquito de vacuna desarrollada, un poquito de certeza sobre si agarrarte este virus te inmuniza o no, algún pronunciamiento copernicano, viejo, algo que flote sobre la espuma. Porque no sólo no sé si tengo el virus sino que, en caso de tenerlo, no sé mucho más. El mundo no sabe mucho más. Dame una patología clásica, una influenza parecida a un pantalón negro recto o a un piloto color camel. Algo que se use todos los años.
Antes de irse en subte y tren hasta su casa, Cinthia pasa a tomarme la fiebre -que no tengo-. Saturación bien, presión normal. Sin dificultades respiratorias. Dice que ayer después de haberme visto escuchó mucho cómo me reía. Como a las seis de la tarde. La hora de la videollamada con mis amigas del secundario. Que me reí varias veces a los gritos. Que qué bueno porque si no todo el día acá sola es difícil, así que hay que aprovechar la tecnología para estar en contacto porque los pacientes necesitan compañía. Dice que algunas veces los resultados del test PCR llegan cerca de las ocho de la noche, que por ahí tengo suerte y que si no, bueno, una noche más, pero ojalá la última. Que no haber vuelto a tener fiebre es buen síntoma. Que haga videollamada con alguien a la hora de comer.
Mi papá y yo hablamos de Platense y de qué voy a cenar yo -terrina de calabaza y espinaca, ensalada, un postre de vainilla- y qué va a cenar él. Casi todo lo que dice termina en algún chiste muy efectivo: una de las formas de la compañía. A la hora del postre Luci y yo hablamos de que a la mañana le dolió un poco la garganta pero que después se le pasó. Que ayer tuvo muchas reuniones virtuales y habló mucho por teléfono y que debe ser eso y no un síntoma de que muy probablemente las dos tengamos coronavirus ahora que sabemos que no tengo dengue. Me gusta mucho mi biblioteca verde y extraño mi guitarra: desde que empezó la cuarentena y hasta que me trajeron en ambulancia toqué muchísimo más que en los últimos meses. Fogón nivel First Certificate.
Intento con el primer capítulo de “La casa de papel”, algo que me entretenga hasta dormirme. Es malísimo, así que saco y pongo “Friends”. Creo que la voz que más me arrulla es la de Ross.
Día 4
Bueno, ahora sí eh. Ahora sí que se terminó toda la mentira esa de esperar con serenidad, de ir día por día, de que para qué adelantarse a los resultados, que hay que tener paciencia porque hay muchos pasos burocráticos que no sólo no dependen de mí sino que ni siquiera dependen del hospital. Tengo la casi absoluta convicción de que esto que me trajo hasta acá no es coronavirus. Salgo sólo una vez por semana a hacer compras en el supermercado y la verdulería y a encender el auto para que no se le funda la batería. Vuelvo a mi casa, dejo las zapatillas en la entrada, me lavo las manos durante cuarenta segundos, desinfecto los alimentos, limpio la tarjeta de débito y el documento, le paso alcohol al celular y, como corresponde, transito esa sensación de que nada alcanza. Pero aún con ese resabio de insuficiencia, estoy convencida de que esto no puede ser coronavirus. Así que tipo siete de la mañana ya estoy despierta para que me caiga el negativo por teléfono.
El primer llamado, como todos los días, es de una enfermera. A eso de las siete y media. Que me ponga el barbijo y me limpie las manos, que va a entrar. Saturación bien, presión normal, sin fiebre. De olfato sigo bien, pienso. Que si quiero cambia las sábanas ahora y que si no, puedo pedir que venga el desayuno y dormir un rato más. Que nunca hay noticias de los testeos antes de las diez de la mañana, que aproveche para seguir descansando. Nancy estira las “e” para decirme que bueno, que ahora me alcanza el té con leche, que nos vemos en la puerta de prohibida toda visita. La misma amiga que dijo que todo esto es mi cuerpo cansado dice ahora: “Hacé de cuenta que estás en un hotel. Aprovechá para descansar”.
Pongo el último capítulo de “Poco ortodoxa” y me duermo apenas empieza. Me despierta el segundo llamado de las enfermeras, pasadas las diez, para saber cómo me siento, si necesito algo, si tengo agua, que me tome la fiebre y les avise. Chateo, quiero varias conversaciones a la vez, quiero la atención de varias amigas, quiero, sobre todo, sus novedades. Algo que hayan visto mientras iban al mercado, algo que hayan cocinado, algo de ese aislamiento sobre colchón de finas hierbas que hace una semana no sabía que era posible añorar.
El teléfono suena a las 10.23. La médica también se llama Cinthia. Hablé con ella ayer: es de respuestas concisas. Ahora tiene para decir que soy negativa, que no es la peste. “Te mando a casa”, dice. Yo creía que sabía que no tenía coronavirus, pero le pego un grito de alegría a Cinthia en el que caben todos mis miedos. “Vamos Cinthia, nos vamos a casa”. En la vida en general me gusta gritar. En el test por PCR en particular me fascina gritar. “Dale Cinthia, qué buena noticia”. Si Cinthia estuviera al lado mío le daría esos abrazos que son de costado, poniendo el cuerpo paralelo al de la otra persona, zamarreándole un poco el hombro. Cinthia se corre de su solemnidad: “Dale Julieta, vamos, te vas a casa”, dice. La voz fuerte. Esta mierda que anda circulando no es mía, ni de Luci. Ni de los vecinos, que están angustiados. Julieta 1 – Pandemia 0.
Me gustan las cosas que se pueden decir con una sola palabra. Como la tapa de Crónica que dice “MURIÓ” y habla de Perón. El mensaje que mando está en mayúsculas y dice “NEGATIVO”. Del otro lado, enseguida, vuelve amor del bueno. Gente que escribe gritando o se graba gritando como para no bajarnos de la ola que empezó cuando festejé con Cinthia. Mi mamá, una señora que cultiva el buen uso del teléfono fijo, llama para ponerse contenta más cerca. Mi papá dice que me viene a buscar. Primero digo que sí, después que no porque él es grupo de riesgo y, aunque haya pensado poco en eso, tal vez me haya metido en la boca del lobo durante más de 72 horas. Hace 72 horas que no miro el mapa de la Universidad Johns Hopkins para actualizar los datos globales sobre la pandemia. Esa también es la medida de este aislamiento. Mis compañeros de mis trabajos dicen cosas lindas y mis amigas, que cuando nos podamos volver a ver vamos a celebrar. Soy la primera sospechosa del entorno de todos los que me conocen. Para algunos, hubo algo inaugural en este cagazo en el que me hicieron compañía.
Las altas hospitalarias llevan algunas horas de burocracia. Lo aprendí siendo testigo de altas ajenas. Esta también demorará un rato. Para ducharme pongo “Jésico”. Bailo “Deléctrico” agarrada de las manijas amuradas que sirven para que los convalecientes no se desnuquen durante la internación. Me agarro de las manijas como quisiera agarrarme de una amiga en un casamiento de esos en los que sos tan conocida o tan desconocida de la pareja que festeja que podés hacer un papelonazo. Me agarro también para no partirme un hueso en plena celebración de la sanidad. Me seco y me peino y el disco sigue, así que bailo en bombacha y remera por toda la habitación. Soy la Tom Cruise en “Risky Business” del Hospital Alemán. Ahora que me acaban de sobreseer, saber que nadie va a cruzar la puerta sin anunciarse me da impunidad en vez de angustia.
Como en los hospitales se almuerza temprano, llegan primero unos ravioles que los papeles del alta. Están ricos como estuvieron todas las otras comidas que hice acá. Sin barbijo, sin camisolín, sin antiparras y sin guantes, la médica entra a la habitación con dos papeles. Uno es una receta de paracetamol por si el virus de vías aéreas superiores que tengo me hace levantar fiebre. No debería, pero por las dudas. Vos estate atenta y si vuelve a subir mucho, tenés que volver a llamar. Pienso en Julia Roberts escapándose de su casamiento. El otro es la epicrisis: un resumen de mi internación, con los estudios de laboratorio que hicieron, mis antecedentes, los resultados de los test y la fecha de entrada y salida de este Viruspallooza. Dice que cuando quiera me puedo ir. Lo que más me alegra de lo que me dice no es saber que en un rato voy a estar en mi casa, sino que decido yo. Ahora que soy libre me tiro en la cama porque me quedan quince minutos del último capítulo de “Poco ortodoxa”. La protagonista se termina de ir de ese encierro en el que vivía.
Reviso los dos cajones de la mesa de luz para verificar que no haya quedado nada. Lo aprendí de ver a mis papás cada último día de mis vacaciones infantiles. Guardo mi remera de la suerte en la mochila: la traje puesta en la ambulancia. Creo en Charles Darwin y en mi remera de la suerte. Guardo las pantuflas que Luci había metido en una bolsa el lunes a la mañana para que trajera desde casa. Esto no es un hotel. Acá no hay pantuflas para llevarse al final de la estadía. Esto es una pandemia, así que me robo el potecito de alcohol en gel que estaba sobre la mesa de comer y me vuelvo a casa.
Uso el viaje en taxi para mirar la calle.
PS