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Trabajan expuestos al virus para ayudar a otros

2 mayo, 2020
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Lucrecia Bustamante (42) “Una se pone en riesgo para los demás y cada aplauso emociona”

“Tengo el bicho, ¿no?, ¿me voy a morir?”. La vez que le hicieron esa pregunta a Lucrecia Bustamante, ella no solo no tuvo una respuesta inmediata sino que tampoco supo bien cómo expresarla. La médica, vestida como si fuera una especie de astronauta (con las limitaciones para mantener una conversación que su traje protector presenta), fue una de las últimas fotos que ese paciente con sospecha de coronavirus se llevó a la retina de sus ojos antes de ser sedado e intubado por ella. Lucrecia masculla bronca y seguridad ahora en la respuesta a esa pregunta: “¿Qué les vas a decir?, ¡que no! Nosotros trabajamos para que eso no suceda”.

Lucrecia es médica, tiene 42 años y trabaja en la Central de Emergencias del Hospital Italiano. Ya sea en el área de adultos y pacientes críticos, el lugar de la guardia donde recibe todo tipo de emergencias, en su casa cuando cocina o cuando apaga cansada la luz antes de irse a dormir tras una jornada interminable, sobrevuela esa respuesta que quizás define un poco su trabajo: salvar la vida de una persona en medio de la emergencia. Así se llama, justamente, la especialización que hizo: emergentología.

Atender emergencias en tiempos de Covid-19 es para ella una tarea tan dura como satisfactoria. “Desde que tenía 6 años sabía que quería ser médica”, dice en un alto de trabajo desde el Hospital Italiano. Ahora, cuenta, no está vestida como “un pitufo especial”, según se refiere ella misma a este traje.

Al momento, detalla, ya estuvo con dos pacientes con sospecha de coronavirus. “Ahora es difícil. No es como antes. El paciente entra y no tiene el familiar ahí. Uno trata de que ellos estén lo menos posible en contacto con sus familiares. Es duro, pero es así. Les decimos que es para que no se contagien, pero a veces no entienden”. Las reglas cambiaron: antes, en esta y otras áreas, se hacía lo que se llama ventilación no invasiva. “Ahora no la usamos, se intuba directo por seguridad”, explica la médica. “Nuestra tarea es salvarlos –insiste– en medio de este escenario. Los tratamos bien aunque, claro, no es lo mismo que te lo diga una persona que si te lo dice un disfraz. Debe ser difícil entender todo esto para el que está del otro lado”.

¿Y ella? ¿Cómo la afecta todo esto? ¿La afecta? Lucrecia hace uso de la sintaxis con la profesión a flor de piel: “Es para lo que me preparé toda la vida. No es hora, o tal vez no hay tiempo para saber cómo está uno. Creés que estás preparada para todo y luego te das cuenta de que no. Nos pasó con la gripe A y la porcina. Esta sobrepasa por mucho a las dos epidemias anteriores. Es mucho más contagiosa y hay más medios reproduciendo la información. Por ende, hay gente más asustada que antes. Si uno no tiene la info correcta, te genera pánico”.

Sin embargo, Lucrecia tiene dónde apoyarse. Se trata de Rodrigo, su pareja. Con él, que es anestesista y trabaja en el mismo lugar, sale todas las mañanas en el auto rumbo al hospital. Para regresar toman todos los recaudos: al hospital llegan de civil; allí, se ponen el ambo que luego se quitarán en un lugar seguro.

A la salida se vuelven a poner su ropa y al llegar a su hogar se la sacan. Antes de bañarse, meten la ropa directo en el lavarropas. En el fin de la jornada, el alcohol en gel será testigo preferencial de la cena y el café de sobremesa con su pareja. Lucrecia mantiene la mente positiva, aun cuando sabe –y ve– que la gente no respeta la cuarentena. Eso le causa indignación. “Uno se pone en riesgo para los demás”, cierra .


Ignacio De La Llosa (41) Atiende casos críticos y dice que “el peligro real para mi familia soy yo”

“El riesgo para mi familia soy yo”. Fuerte, contundente y sincera es la frase que pronuncia el médico Ignacio de la Llosa (41). Es cardiólogo, trabaja en el hospital de San Vicente y fue designado para conformar la primera línea de atención de pacientes críticos que puedan llegar infectados con coronavirus en esa ciudad del sur del conurbano bonaerense. Pero no solo cambió el día a día de su profesión, sino que también alteró las costumbres en su casa: extremó los cuidados para resguardar a una de sus hijas, que es asmática. “No nos damos más besos ni abrazos. Ahora me saludan de lejos y es lo que más me cuesta de todo esto”, cuenta a Perfil.

De la Llosa vive en San Vicente con su esposa y sus dos hijas, de 8 y 5 años. Desde que el coronavirus se convirtió en una realidad para Argentina, la cotidianidad cambió en la casa de este cardiólogo. “Mis nenas son chicas y les expliqué que como yo tengo que trabajar en el hospital por un tiempo, no nos vamos a poder abrazar ni dar besos. Nos saludamos con la mano, de lejos”, cuenta. Para Helena (8) y Maitena (5), se convirtió en un juego mientras el Covid-19 sea una realidad.

“Los nenes no tendrían riesgo de padecer el virus, pero como mi hija mayor es asmática no quiero exponerla ni arriesgarnos. El riesgo para mi familia soy yo, por eso tomo todos los recaudos necesarios”, sentencia. Cuando Ignacio llega a la casa se saca la ropa que usó en el hospital Ramón Carrillo o en la clínica privada de San Vicente, en los dos lugares donde trabaja, y se ducha. Ahora duerme en una habitación en la que solo entra él, usa cubiertos diferentes a los de su familia y no comparte la mesa con los suyos a la hora de comer.

Estas últimas semanas se sumó otra preocupación: los dos profesionales de la salud fallecidos en la provincia de Buenos Aires eran de San Vicente. Uno de ellos, el doctor Héctor Bornes, era su amigo. También falleció un agente de seguridad del hospital donde trabaja De la Llosa. “Lo primero que sentí fue dolor, por la pérdida de un amigo; después, impotencia por no saber qué hacer y cómo frenar el virus”, relata, y continúa: “Incertidumbre de no saber a cuántos más nos va a tocar, y miedo. Empezás a repasar las veces que estuviste trabajando con tu amigo que se contagió y se murió, contando los días a ver si te pudiste haber contagiado o no. Lo que más siento es dolor y miedo por no saber cómo sigue esto y cómo vamos a hacer para solucionarlo”.

Por haber estado en contacto con un positivo, el cardiólogo tuvo que estar aislado unos días hasta que le dieron el resultado del análisis por coronavirus. Le dio negativo. Volvió a respirar con tranquilidad.

“Mi mujer está asustada, para las nenas es todo un juego, y yo tengo momentos. Pero cuando mis hijas me preguntan cuánto falta para que nos volvamos a abrazar, me matan”, destaca.


Soledad García controla el tránsito en las calles. “La gente nos agradece a diario por lo que hacemos”

Se llama Soledad García y es coordinadora en la base Piedras del Cuerpo de Agentes de Tránsito y Seguridad Vial de la Ciudad de Buenos Aires, equipo conformado por más de 2.600 agentes y al que ingresó hace 11 años.

Soledad es otra de las trabajadoras que están en la línea de fuego desde el primer minuto, cuando el gobierno nacional decretó el aislamiento social obligatorio el pasado 19 de marzo. “Nuestra función hoy es hacer que cada persona que transita por la ciudad lo haga con el permiso correspondiente. Y también concientizar en los accesos, en los centros de trasbordo, en el metrobus, el subte, en todos los transportes públicos para que se entienda que hay que mantener la distancia personal y taparse boca, nariz y mentón”, comienza a contarle a PERFIL. Y agrega: “La gente nos agradece a diario por el trabajo y nosotros celebramos que comenzaron a entender que deben prevenir un posible contagio”.

Cuando la jornada laboral termina, llegar a casa tampoco es lo mismo que antes, asegura. “En mi casa tomo todos los recaudos. Antes de entrar me descalzo, me aseo, hay que cambiarse toda la ropa y seguir manteniendo la distancia personal aunque nos cueste, pero tenemos que entender que debemos cuidarnos entre todos”. El proceso ya lo tiene muy incorporado: “Me saco las zapatillas, después toda la ropa, que va directo a lavar, me baño y comienza una vida no tan normal. La distancia, tener cosas que uso solo yo, como el vaso, los cubiertos, pero bueno, mi marido y mis hijas entienden que así debe ser hasta que todo esto se termine”, explica Soledad.

A toda esa rutina se sumó hace poco el barbijo. “Hasta hace algunas semanas no utilizaba barbijo para ir en transporte público o para ir a comprar cuando volvía a casa”, dice antes de aclarar que, obviamente, cuando se hizo obligatorio, el tapabocas se volvió su compañero permanente, en las calles de su barrio y en el trabajo. “No solo cuando hablamos con un conductor lo usamos, sino que en cada puesto de control, el barbijo y el alcohol en gel son vitales”, agrega.

Sobre el humor de la gente, los reclamos y los enojos, Soledad no tiene demasiadas quejas. “La verdad es que con los vecinos no estamos teniendo problemas, todo lo contrario. Nos ayudan muchísimo, entienden cuál es nuestra función”.

Y agrega: “Quizás tenemos al que está muy apurado y no tiene la paciencia que necesitamos, y nos pide que seamos más rápidos al controlar, pero no pasa en todos los accesos sino en los de mayor congestión. Eso es básicamente lo que reclaman, pero en el balance, lo cierto es que gana la buena predisposición de la gente”, concluye Soledad, allí, siempre al borde del posible contagio y desde el minuto cero.

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