En muchas oportunidades los operadores del sistema financiero recurren a síntesis estilo blanco/negro para proyectar el futuro. Y en estos días el tema es el default.
Esquemáticamente sostienen: Si
la Argentina no cae en default gana Alberto Fernández y si cae gana Cristina Kirchner.
Y a eso apuestan en el entendimiento de que el ministro de Economía, Martín Guzmán, está siendo avalado en su acción por la vicepresidenta y que al Presidente, como se hizo público en la semana, lo apoyan los empresarios nucleados bajo el clamor de tratar de evitar que el país vuelta a caer en cesación de pagos por octava vez en su historia.
La fama ganada de ser un país defaulteador serial chocó en los últimos días con la mejora que registraron las acciones de compañías argentinas que cotizan en el exterior. La suba de 7% promedio en dos días fue leída como una apuesta a que el Presidente buscará finalmente el presidente un acuerdo con la mayoría de los bonistas.
¿Cuán lejos está ese acuerdo?. Para los optimistas la distancia es entre el 35% de valor de recupero de lo bonos que ofrece el gobierno y el 43% que estarían reclamando los acreedores.
La posibilidad del default no le preocupa demasiado a algunos funcionarios que consideran que con o sin acuerdo la Argentina no pagará la deuda durante los próximos tres años así como lo establece la propuesta de Guzmán.
Pero, desde ya, que no es lo mismo no pagar en los próximos dos o tres años con los mercados abiertos que cerrados. La compañías privadas lo saben y padecen el no poder acceder en mejores condiciones al financiamiento externo a tasas más bajas.
Países vecinos como Colombia y Perú consiguen dólares en el mercado internacional a 4% anual e incluso menos aún en medio de la crisis del coronavirus. Con otro default, la Argentina se alejaría más de llegar a acceder a condiciones similares de las que hoy está alejadísimas.
Con un default virtual, como es la situación actual definida por el presidente Fernández, ya el Estado siente con intensidad la falta de financiamiento frente a la caída vertical de la recaudación y el importante aumento del gasto público para atender la política de aislamiento obligatorio decidida frente a la crisis del coronavirus.
La posibilidad de que en el trimestre mayo- junio el Banco Central deba emitir cerca de un billón de pesos va consolidando la idea de la super-emisión o montaña o lluvia de pesos que en algún momento del año deberá darse vuelta.
Por ahora, esa es la vía para atender a los sectores necesitados por la falta de trabajo y a las empresas que vieron caer en forma vertical su actividad y todavía no saben cuando podrán retornar a algo parecido a lo que consideran normalidad. La economía va camino hacia una nueva normalidad, más ajustada, en la que la mayoría de las empresas y la gente ganará menos por un tiempo indefinido.
El camino de salida no está marcado y el gobierno tomó la decisión de no marcarlo hasta que concluya la negociación de la deuda en medio de una pandemia cuya atención puso en jaque temporal a la mitad de la economía.
Un default, además de generar una mayor dependencia de la emisión de pesos que pueda disponer Miguel Angel Pesce como fuente principal de financiamiento, agregaría tensiones sobre un mercado cambiario que ya viene bajo presión.
El superávit comercial previsto para este año ronda los US$13.000 millones que para el Central son esenciales con o sin default pero le será más dificil de capitalizarlos si la brecha cambiaria entre el dólar oficial y los libres continúa ampliándose.
Ya con 70% de distancia como es en la actualidad, esa brecha constituye una tentación para la sobrefacturación de las importaciones y subfacturación de exportaciones, dos mecanismos tambien conocidos en tiempos de otras cesaciones de pagos.
Evitar un default y recuperar confianza en el futuro económico dependen más de una decisión política que económica pero no habría que descartar un resultado con bonistas aceptando y otros litigando y la economía manteniéndose en la medianía tan propia de los últimos nueve años.
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Clarín
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