Salgo de casa y Mar del Plata sigue todavía ahí afuera. La calle ya no está tan vacía como al principio. La sensación de ciudad fantasma desapareció. Voy a la clínica.
Casi todos los días de la cuarentena fui. Aun los primeros días, los de mayor miedo, cuando se vaciaron los consultorios y nadie quería salir, seguía teniendo pacientes internados. Los que pudieron ser dados de alta se fueron enseguida, pero otros quedaron. Estar en una cama, atado a un suero y al miedo de un virus todopoderoso no era fácil. Pero, quizás, peor la pasaron los familiares de esos pacientes internados. Todos los días encontraban trabas para llegar a la clínica. No podían pasar los controles aún con certificados: o se quedaban en sillas incómodas y largas esperas o se arriesgaban a salir a la calle y no poder volver.
Lo supe cuando el marido de una paciente me agradeció, pero aclaró que mi certificado no le servía. Ni con el papel sellado lo dejaban pasar. La única forma que tenía para llegar y evitar un control cerca del faro, era que un vecino, un policía que vivía en su barrio, lo transportara escondido el baúl. Así pasaba a la mañana y volvía a la noche. Pero los días que ese policía no trabajaba, el marido no podía llegar a la clínica y la paciente pasaba todo el día sola. Y no tenía coronavirus.
Años atrás. El autor trabajaba como médico de guardia en el Casino.
Desde el auto hoy veo mucha gente caminando, casi toda con su barbijo, casi toda sin apuro. En Mar del Plata se hizo una prueba piloto que salió mal. Se quiso levantar la cuarentena y la gente salió a pasear al mismo tiempo en que aparecieron nuevos casos positivos. Esta vez entre nosotros, los trabajadores de la salud. Primero, una empleada de otra clínica dio positivo. Cuando todo parecía calmarse, alrededor de ella aparecen más casos y el riesgo de circulación local se instala como un fantasma. Uno que ni bien puede se hace de carne y hueso.
Llego a la clínica donde trabajo. Antes de bajar del auto me pongo el barbijo y, después de dos o tres respiraciones, los anteojos se me empañan. “Pásele jabón”, me dijo la primera, o segunda paciente que atendí cuando empezó la pandemia. Eran los primeros días, vivíamos entre el pánico y el escepticismo, y todavía algunos pacientes concurrían a la consulta habitual de sus exámenes de rutina. Pero esa paciente no venía por un control. Era asmática. Insistió: “Use jabón, doctor”. Le dije que le haría caso, pero no me creía capaz de hacerlo. Me aterraba que mi único par de lentes se rayara, se tiñera o cualquier otra situación irracional los arruinara. Es absurdo ahora, pero no lo era en ese momento.
Graduación. El día que Sebastián se recibió no imaginaba que viviría una pandemia.
Perder mi único par de anteojos, en los primeros días de la pandemia, hubiera sido una tragedia. Sin ópticas abiertas, quedaría imposibilitado. No podría manejar, escribir, mirar la pantalla ni atender pacientes. Mientras la paciente caminaba hasta la camilla, me veía reducido, torpe, condenado por un error insólito: ¿en serio el doctor creyó en esa sugerencia tan obviamente falsa? La paciente se subió a la camilla. La seguí. Mientras ella se levantaba el pulóver y la remera, me coloqué detrás para auscultar su espalda. Dudé en apoyar la campana del estetoscopio en su piel. ¿Y si me contagiaba? ¿Y si el silencio de su respiración era una trampa que me llevaba a no pedirle una radiografía y la dejaba ir tosiendo y contagiando por la vida? Cuando terminé de escuchar sus pulmones asmáticos limpié el estetoscopio. Le prescribí que siguiera usando sus aerosoles, agregué la vacuna antigripal que todavía no había llegado a la ciudad y la despedí.
Cuando salió del consultorio volví a limpiar el estetoscopio. Y me lavé las manos. Una. Dos. Tres veces. Con el jabón en la mano recordé el consejo que me acababa de dar. Froté el jabón contra los lentes. El resultado fue liberador. Y a la vez decepcionante. No hubo daño. Me sentí ridículo. ¿A eso temía? Pero el beneficio duró poco. El jabón engrasa la lente y hace aparecer una suciedad nueva, sutil, pero presente. La misma sensación que da la presencia invisible del virus.
Entro en la clínica. Subo las escaleras. Todos evitamos el ascensor. En la sala hay dos personas. Detrás del mostrador, al que al principio de la pandemia hubo que colocarle un vidrio, está una de las secretarias. El barbijo, desacomodado, le cuelga de una de sus orejas. La saludo y se lo arregla. Por el movimiento que eleva ligeramente el barbijo, creo que sonríe. La otra persona en la sala de espera es una paciente mía. Tiene 87 años. Le pregunto qué hace ahí. Le reprocho con cariño, si eso puede existir, y me contesta que necesita recetas. También necesita que no la rete. Todo el mundo la reta. Sus hijas. Sus nietas. No es culpa suya. Su prepaga no acepta las recetas electrónicas. ¿Qué quiere que haga? No me habla a mí. Su monólogo es una descarga. La secretaria la interrumpe y le dice que ya están las recetas. Las deja sobre el mostrador y mi paciente las agarra. Las dos evitan cualquier contacto que no sea a través del papel.
Entro al consultorio. La relación médico paciente se basa en la presencia. El espacio no se resigna, se necesita el contacto. Hoy son muy pocos los que se animan a venir a la consulta. Los atendemos por teléfono porque aún se complica para muchos pacientes la videoconsulta. Pero, ¿cómo se miden los gestos que no se ven? ¿Cómo uno siente el rechazo o la adherencia del paciente detrás de esa pantalla? La medicina que practiqué se enfrenta ahora a la distancia. Y no sé si estoy preparado. Como suele suceder con los avances establecidos, a las nuevas generaciones les resulta sorprendente –cuando no incomprensible– el modo en que vivían sus antecesores.
Es difícil entender que Urquiza maravilló a Sarmiento en su visita al Palacio San José porque el agua salía directamente de la canilla. Hablamos de 1870. Hace apenas 150 años. La concepción del médico tal y como lo conocemos ni siquiera existía entonces. El médico es más nuevo incluso que el agua del palacio de Urquiza. Hace 100 años se descubría el primer antibiótico, hace poco más de 30 años los médicos se vestían como astronautas para atender a los primeros pacientes con HIV, hace 20 años nos enteramos de que la causa de la gripe española fue un cruce genómico entre el virus de la influenza humana y la bovina, hace 10 nos preguntamos si el examen físico tiene utilidad frente a todos los adelantos tecnológicos y hace 20 días nos da miedo revisar a nuestros pacientes.
Sobre el escritorio acomodo unas pocas cosas. Mi lapicera, un recetario, mi sello y el frasco de alcohol en gel. La clínica nos provee el alcohol y también los barbijos. Y por primera vez nos cobra el material de manera individualizada. La medicina privada anticipa la crisis que vendrá en cosas insignificantes, como cobrarles el alcohol en gel a sus propios socios. Hay que pagar los sueldos de los empleados y los insumos pero, si las camas están casi vacías y los consultorios despoblados, la ecuación dice que no se podrá. Nadie lo dice en voz alta pero muchos lo piensan: a lo privado lo salvará el Estado o morirá. ¿O será absorbido?
Los otros instrumentos ya no los dejo sobre el escritorio. El tensiómetro, el estetoscopio y el termómetro van a un estante y lo demás ni siquiera lo saco del maletín. Solo uso lo imprescindible. Hoy tomar la presión es un acto que no se termina con desinflar el manguito, y el termómetro, cuando sale de la axila, me da la sensación de extirparlo del reactor 4 de Chernóbil. Todo hay que limpiarlo con alcohol en gel. Todo. Incluso ahora, antes de atender, pero cualquier limpieza me parece insuficiente.
Miro los estantes vacíos. No hay muestras. No hay fármacos desde que los visitadores ya no están en la sala de espera. De vez en cuando me mandan un mensaje alentándome, diciéndome que están del otro lado para lo que necesite. Pero, ¿qué necesito? Qué necesito ahora que los manuales son absurdos: tras décadas de acumular síndromes y enfermedades con nombre propio apareció un virus hizo que la medicina se reduzca a él, y a nada más que a él. ¿Qué necesito? ¿Saber qué va a pasar? Sí, como todos. Pero también necesito saber que por culpa mía no le va a pasar nada a nadie. ¿Enfermaré a mi mujer? ¿Contagiaré a mi madre? ¿A mis pacientes? ¿A mi hijo?
Miro mi lista de pacientes. La mitad de los turnos está libre. Los que están anotados son casi todos para llamadas virtuales y los que no dicen nada probablemente ni siquiera aparezcan. Llamo al primer número. Muchas veces las voces son de sorpresa, otras de alegría. Nadie parece enojarse. El hombre que me atiende es un paciente que veo hace dos años. Por edad está confinado y nadie sabe cuándo su grupo de riesgo regresará a la vida normal. Es diabético. A mí me tocó decírselo. Con un diagnóstico cambié su relación con la vida. Ahora, por teléfono, tengo que decirle que sí, que tiene que seguir tomando la medicación. Que si tiene un problema puede venir a la guardia, pero que mejor me llame antes. ¿Cómo le explicaría por teléfono si hoy tuviera que decirle que es diabético? ¿Tendría el mismo impacto? Cómo saberlo. El paciente me pregunta cuánto va a durar esto. No lo sé, tampoco. Me pregunta otra cosa. Sobre vacunas. Contesto. Quiere saber si me cuido, porque en la televisión dicen que los que más se enferman son médicos. Creo que él podría hablar durante horas.
Siento que trabajo vendiendo una tranquilidad que no tengo, como podría vender televisión por cable sin tener luz en mi casa. Siento que no podré ayudarlo. Que se infartará y nunca lo sabré. Que tendrá miedo de buscarme y aguantará cualquier dolor en su casa. Una paciente hizo una úlcera venosa y no consultó hasta que el dolor fue insoportable. Por suerte no es diabética. Si este paciente tuviera esa úlcera, ¿cómo evitaríamos una amputación?
Corto. No hay nuevos pacientes en la sala de espera, así que puedo hacer el próximo llamado. Los días pasan con lentitud. La cuarentena, hasta hoy, mostró su efectividad y la medicina presencial se convirtió en esta cosa artificial. Los pacientes no vienen al consultorio pero siguen necesitando prescripciones y certificados. Poco a poco se acostumbran a recibir mi llamado y también sus recetas virtuales. Tengo miedo de volverme inútil. El médico clínico no ha dejado de existir, pero se convirtió en un holograma; soy una proyección en la pantalla que calma y tranquiliza, pero que no puede curar. Y también, paradójicamente, no puede contagiarse. Por eso, cuando los pacientes rompen la barrera y vienen a la consulta, siento una nueva angustia: que esa persona que tengo delante irremediablemente me va a contagiar. Es inevitable, todos los días al terminar de atender siento que el alcohol en gel no alcanza para protegerme, que lavarme las manos no es suficiente, que si al llegar a casa no me saco la ropa y me baño, puedo enfermar a mi familia.
Trato de calmarme. Leo reportes médicos y los racionalizo, pero algo me traiciona, porque el miedo es nuevo y desconocido. Tengo miedo y no puedo demostrarlo: como siempre, los demás necesitan ver a alguien en quien confiar, sean pacientes o familia, y yo, para mostrar lo que otros necesitan ver, estoy bien entrenado en lamentarme solo, de impotencia, en el consultorio, en el auto, vencido por la desesperanza de la espera. Soy médico, preferiría quedarme en mi casa, pero no puedo. Preferiría que otros murieran por mí, pero no puedo. ¿Cómo no entender a quienes se asustan hoy porque un médico vive en su mismo edificio? Somos a la vez, y como nunca en la historia, el salvador y el enemigo.
Termino de corregir estas líneas después de enterarme de dos nuevos casos, esta vez más cerca: dos obstetras de mi clínica. Dos, pero al ser personal esencial y activo, implica hisopar y aislar a por lo menos a 50 integrantes del personal de salud dentro de la clínica y a las más de 30 embarazadas que fueron atendidas por ellos. La tranquilidad viene con los resultados negativos. Todos los casos sospechosos se quedan en sus casas, con controles telefónicos que diariamente haremos, con la angustia compartida de esperar que en cada nuevo llamado digan que no, que no tienen ningún síntoma nuevo.
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Sebastián Chilano nació en 1976 y desde los tres años vive en Mar del Plata. Le tocó atravesar como estudiante de Medicina, en La Plata, la crisis del 2001. Se recibió en el 2004. Especialista en Clínica Médica, actualmente trabaja en la Clínica Pueyrredón de Mar del Plata. En otra vida, hace ya tiempo, fue médico de guardia del Casino Central. En concubinato con Liliana, una bioquímica con mucho más para contar sobre la pandemia, tienen un hijo, Agustín, que festejó sus 7 años en plena cuarentena. Como escritor publicó, entre otras, las novelas: “Riña de gallos”, “Tan lejos que es mentira” (liberada por la editorial Letra Sudaca para descargarse durante la pandemia), “En tres noches la eternidad” y, si alguna vez se termina la cuarentena, saldrá “Los preparados”, por Obloshka Editorial. Como hobby, reconoce mantener activo su blog: Falansterio. Y es uno de los socios de la librería “El gran pez”, de su ciudad.
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