Michael Jordan fue el mejor basquetbolista de la historia. Por un sinfín de motivos. Pero uno de ellos fue cómo trabajó para perfeccionar su juego. Y su físico. MJ ha
sido tal vez el jugador que ha nacido con más talento pero, a la vez, el que más ha trabajado para pulirlo y potenciarlo. El 23 ha tenido todos los talentos: los físicos, los técnicos y, además, los intangibles: mentalidad, determinación, pasión, compromiso, profesionalismo y competitividad. Esos valores lo empujaron a ir adaptándose a las épocas (tendencias), a lo que le pedía el juego, a sus compañeros, a lo que le proponían sus rivales, al paso del tiempo e incluso a lo que decían de él, para poder tapar bocas y tomarse revanchas, su combustible diario. Así, con esas fortalezas, Su Majestad construyó un imperio durante una década y media, dominó tanto en el aire como en la tierra y ganó como muy pocos. De 1251 partidos, se impuso en 825, incluyendo 119 victorias en 179 de playoffs, con 30 de 37 series ganadas y con seis finales sin derrotas (récord de 24-11). Está claro: cuando más difícil fue el escenario, mejor le fue. Logró dos tricampeonatos y dos veces se retiró campeón, dejando un halo de invencibilidad pocas veces visto en el deporte mundial. En esta nota repasaremos cómo lo hizo, su fórmula para individualizar lo que debía mejorar o cambiar para empezar a dominar o para seguir haciéndolo con los años. El método Jordan reflejado en su juego.
Michael llegó a la NBA con 21 años y una exuberancia física inusual dentro de una liga que tiene a la capacidad física como bandera. Pero, a la vez, llegó con mucha voracidad, con ganas de demostrar que era mejor del draft pese a que había sido elegido tercero detrás de Hakeem Olajuwon y Sam Bowie. Sabía que había llegado para hacer resurgir una franquicia y lo hizo de entrada, logrando 11 triunfos más (de 27-55 a 38-44) en una temporada. En esa primera campaña promedió la friolera de 28.2 puntos con 51.5% de campo, además de 6.5 rebotes, 5.9 asistencias y 2.4 robos. Era un demonio en la cancha, un felino endiablado, capaz de hacer sucumbir defensas por sí solo. Sorprendente comienzo teniendo en cuenta que en su última temporada (su tercera) en el torneo universitario, de un nivel claramente inferior, sus medias fueron 19.5 tantos, 5.3 recobres y 2.1 pases gol. En la NBA encontró más la pelota. Y al mayor protagonismo hubo que sumarle más espacios. Chicago, de entrada, empezó a girar a su alrededor y su confianza se elevó. Ni siquiera lo paró la lesión más importante que tuvo en su carrera. El 29 de octubre del 85 se rompió un hueso del tobillo izquierdo al volcar una pelota en Milwaukee y se perdió 64 partidos. Le costó volver, sobre todo porque la dirigencia no quería arriesgarlo y prefería perder partidos y así elegir más arriba en el draft. Pero MJ, fiel a su pasión, presionó –incluso afrontando riesgos, según los especialistas, volvió endemoniado pese a los limitantes de minutos (siete por cuarto) que le puso la gerencia y metió al equipo en playoffs. Incluso tuvo aquella noche épica en Boston: los 63 puntos, aún un récord, que hicieron que Larry Bird dijera que había sido “Dios disfrazado de Jordan”. Así, además, demostró que era un portento físico, capaz de recuperarse antes de lo que decían los plazos médicos.
Cada temporada, Jordan creció en su juego y explotó más sus descomunales condiciones físicas. No sólo el salto, que le permitió ganar dos épicos torneos de volcadas (87 y 88) y hacer cientos de jugadas que todavía disfrutamos en videos, sino su versatilidad. En esos años, MJ era veloz y muy explosivo, con movimientos indescifrables, gracias a un físico espigado y fibroso. Hernán Montenegro cuenta que, cuando lo enfrentaron con Argentina en el Preolímpico 92, Sebastián Uranga le hizo una llamativa pregunta cuando lo saludaron antes del partido. “’¿Esta porquería es Jordan?’, me dijo, sorprendido, porque la verdad que era un alfiler, más flaco de lo que veíamos por TV”, explica el Loco. Pero, claro, en esos años, los primeros 7/8, MJ volaba, jugaba en el aire, como se dice. Y tenía una energía desbordante que le permitía desplegar la misma intensidad en ambos costados. De hecho, en el 88, fue el goleador de la temporada con la friolera cifra de 35 puntos, el MVP y, además, el Mejor Defensor (3.2 robos y 1.6 tapa). Una locura.
Ya en ese momento su desequilibrio era desbordante y, a nivel individual, ya era seguramente el mejor jugador de la NBA, en especial porque Doug Collins, el entrenador, estaba maravillado con él y le daba todo tipo de libertades. Pero, claro, le faltaba ganar. Ganar en grande. Llegaba a playoffs y perdía en primera ronda. En las tres primeras campañas le pasó, ganando un solo juego (de nueve). Una frustración que fue su combustible para seguir trabajando en su juego. Su primera serie de postemporada la ganó en 1988 (3-2 a los Cavs) y de ahí ya no se detuvo en su desesperada búsqueda de la gloria. En 1989 y 1990 llegó a las finales del Este, pero se encontró con la bestia negra que lo obligó a su primer gran cambio en su juego. Los Pistons le plantearon una serie de desafíos que hasta ahí no había enfrentado. Todo un equipo, todo un sistema, se había organizado para frenarlo. Las Reglas de Jordan nacieron luego de que Chicago se pusiera 2-1 en la final del 89. Tras sufrir a un MJ endemoniado, autor de 46 puntos, el doble ganador sobre Dennis Rodman, 7 rebotes, 5 asistencias y 5 robos, Isiah Thomas se quedó hasta la madrugada pensando cómo podría hacer para detenerlo hasta que, en su cabeza, ideó el plan de cómo frenarlo. Las Jordan Rules tenían cinco principios, algunos técnicos y otros físicos (incluso golpes arteros) que aquella NBA permitía:
1) En los laterales, se lo empuja hacia el medio, cerrando la línea final.
2) Cuando ataca por el medio, se lo guía hacia la izquierda y doblemarca.
3) Cuando recibe en el poste bajo, se lo atrapa.
4) Si pasa por la línea final, se lo derriba.
5) Si va en el aire, se lo derriba.
Detroit eliminó tres veces seguidas a los Bulls de MJ: 88 (4-1), 89 (4-2) y 90 (4-3). Lo limitaron y lo hicieron sufrir en todo sentido. Ahí fue cuando Jordan conoció a Tim Grover, un joven preparador físico que, mientras trabajaba en un simple gimnasio de Chicago, vio lo que pasaba con MJ y trató de acercarse para contarle su novedoso plan. Lo hizo primero con los Bulls, hasta que logró su primera reunión en casa de Michael. “Hablamos durante una hora y le fui detallando cada paso, cómo lo iríamos transformando en un jugador más fuerte y resistente a las lesiones, pero a la vez cómo este proceso afectaría su tiro. La idea era lograr un equilibrio en su juego y extender su carrera”, explica Grover en su libro.
MJ escuchó todo atentamente y respondió, incrédulo.
-No es posible. Suena demasiado bien. No me cierra.
Grover no se intimidó. “Haremos lo siguiente: te voy a dar un plan de entrenamiento por 30 días, detallando exactamente cómo lo vas a hacer, cómo afectará tu cuerpo, tu juego y tu fuerza, en general. Y te voy a anticipar cómo te vas a sentir, así podés hacer ajustes. Vamos a planear cómo y qué comes, cómo duermes. No dejaremos escapar ningún detalle”, le dijo. ¿Qué respondió MJ? “Me dio 30 días… Me quedé 15 años”, rememora. El plan llamado Jump Attack buscó mejorar, de forma equilibrada y metódica, el salto, la explosividad y la masa muscular para estar más fuerte y llegar con la mejor condición a los finales de temporadas, que en los últimos años le estaban costando bastante.
MJ, según Grover, necesitaba fortaleza, sin perder su esencia, para resistir el maltrato físico de los Pistons. Para eso le pidió a Jordan trabajar más en un plan de pesas que debía seguir a rajatabla. Para eso, en el sótano de su mansión en Chicago, el astro se armó un gimnasio top. Para él fue un gran cambio. MJ siempre decía que la mejor forma de prepararse para una pretemporada era pasearse por los campos de golf. Desde 1989 fue distinto. Incluso en su alimentación, que empezó a mejorar luego de ser –de más joven- un adicto a la comida chatarra. Arrancó con la fuerza en el core (zona abdominal), usando pesas, carreras de resistencia y balones pesados. Así, de a poco, MJ ganó en fuerza en las piernas, la cadera y el tronco superior hasta superar los 92 kilos en 1991. Fue cuando, con más musculatura, robustez y fuerza, alcanzó el pico de su evolución física. Eso coincidió con una nueva madurez en el juego y el liderazgo, tras dos años bajo la filosofía de Phil Jackson, un coach más enfocado en la dinámica grupal que en el desequilibrio de la estrella –como había hecho Collins- que logró convencerlo de varias cosas. Primero que era necesario que confiara más en sus compañeros y que había un sistema (el ataque triangular) que podía ayudarlo y potenciar al equipo –no sólo su juego-. Jordan compró –no sin dudas al comienzo- y llegaron las grandes victorias, sobre todo aquel apabullante 4-0 en el nuevo y esperado duelo con los Pistons y el triunfo en la final nada menos que ante Magic Johnson y los Lakers.
Sin la mochila (de no ganar) en sus espaldas, el astro se enfocó en seguir puliendo su juego. Por caso, en las Finales del 92, con 29 años, desempolvó una nueva arma (el tiro de 3) que le serviría más adelante cuando sus prestaciones físicas disminuyeran. Luego de escuchar que Clyde Drexler podía competir con él en el duelo de escoltas de esa definición, metió seis triples en un primer tiempo (del Juego 1), cuando había anotado sólo 27 en toda la fase regular (81 partidos). La estrategia de Portland fue darle espacios para que no penetrara y MJ se lo hizo pagar, mostrando que su ya variado arsenal seguía sumando nuevas herramientas. Estamos hablando de un jugador que pasó un papelón cuando se inscribió en el torneo de triples del All Star de 1990, cuando anotó cinco de 30 pelotas (17%), lo que al día de hoy sigue siendo la peor marca de la historia. Pero, fiel a su personalidad, no paró de trabajarlo hasta que en la 95/96 terminó con el 11° mejor porcentaje, un gran 42.7%. Grandioso para él, el Rey de la Media Distancia.
Otra parte de su mejorado armamento fue el juego de poste bajo. En los primeros años, Jordan se movía más de frente al aro, a partir de su potencia, velocidad y capacidad para realizar penetraciones picantes y zigzagueantes si era necesario. Con el tiempo, sobre todo cuando ganó fuerza en piernas y torso, le sumó esta nueva arma, que se transformó en letal cuando MJ pulió el famoso fadeaway jumper, el tiro de media vuelta que ejecutaba en el aire (se ponía casi horizontal) y yéndose hacia atrás. Eso le permitió dosificar sus acciones de cara al aro, siempre más desgastantes. Ese recurso se hizo mucho más visible en el segundo Tri, cuando perdió potencia. La explosión la siguió teniendo, tal vez superior a la de muchos mortales, pero ya no en los niveles estratosféricos de antes. Esa flamante faceta la desplegó cuando volvió del béisbol. Grover le explicó, cuando MJ le dijo sobre su sueño de Grandes Ligas, que el entrenamiento para otro deporte profesional sería absolutamente distinto y que perjudicaría claramente su faceta de basquetbolista. Pero a Michael no le importó y, desde el día 1 que hizo el intento con el guante y el bate, se levantó a las 6 de la mañana para sumar kilos y músculos en otras partes del cuerpo, sobre todo en el tren superior, para estar mejor para batear.
Cuando regresó al básquet, el 19 de marzo del 95, ese cambio en su cuerpo se notó. Pesaba casi 100 kilos, 8 más que lo necesario. Estaba demasiado “duro”, había perdido fluidez, ritmo de juego, incluso más lento. Claro, igual era capaz de ganar partidos, como lo hizo en Atlanta en el cuarto juego tras su regreso o ante los Knicks en el Madison (55 puntos), tres días después. Pero, claro, en playoffs, ante un muy buen equipo como Orlando, se vieron esas deficiencias. Perdió dos pelotas en el final del Juego 1 (robo de Nick Anderson y un mal pase a Pippen en la agonía del partido) y luego le costó. A tal punto que Anderson declaró que “el 45 no se parece al 23”, haciendo referencia al cambio de número de camiseta de Su Majestad. Esa noche, tras ver a su ex compañero Horace Grant subido en andas por el Magic festejando su eliminación, MJ tuvo una última charla con Grover.
-Me voy. Cuando quieras verme, llamame.
-Nos vemos mañana.
Ni un día quiso perder. Al otro día de la eliminación, MJ se encontró con su PF para reconvertir su cuerpo. Así fue que le exigió a Warner Bross, la productora de Space Jam, que al lado del set de filmación en Los Angeles necesitaba un lugar para entrenarse en las horas que no grababa la película. Así nació el Jordan Dome. Una carpa enorme que tenía de todo: una cancha que había traído de la Universidad de Long Beach State, aire acondicionado, gym, vestuarios y hasta sala de ocio. “Allí empezó todo”, recuerda Grover, quien otra vez armó un plan para tallar el cuerpo de MJ (más hombros, pectorales y piernas) para que pudiera volver a dominar la NBA. Michael se levantaba a las 6 para grabar, en el descanso de filmación hacía pesas y, a la noche, de 19 a 22, se armaban picados antológicos con estrellas NBA que Michael invitaba, incluyendo a Magic. “No sé cómo tenía energía para hacer lo que hacía durante todo el día y terminar jugando esos picones a muerte”, admitió Reggie Miller. En esa pretemporada improvisada, MJ volvió a ganar en robustez. Para jugar el poste bajo, para soportar los chequeos, los “toques” en tránsito y penetraciones. Y las piernas le volvieron. Así tuvo una temporada histórica que terminó con un nuevo equipazo ensamblado, el récord de 72 victorias en fase regular y (casi) un paseo en playoffs (marca de 15-3). Fue la base para recuperar el trono. Y un dominio que se extendió hasta el 98, cuando decidió el nuevo retiro tras aquel mágico final en Salt Lake City que había completado otra campaña soñada, con el sexto anillo y los MVP de la fase regular y las finales.
Otra prueba contundente de que al talento innato, otra vez, Jordan le había sumado un trabajo a destajo. Como sólo él podía realizar, empujado por su espíritu indomable y esa desesperación por ganar que fue siempre un motor imparable.