Siempre hay un proyecto, siempre se puede elegir. Lo escribo con sinceridad. Aún en el último lodazal, podemos decidir. Shakespeare lo expresó con mejor contundencia: ser o no ser. Todo se
reduce a eso.
Cuando nos casamos con Luisina teníamos un proyecto de familia, pero hubo circunstancias que cambiaron la idea inicial. Cuando cumplió dos años, nuestra hija fue diagnosticada de fibrosis quística (FQ), una patología genética progresiva que afecta los pulmones y el sistema digestivo. Las glándulas excretoras segregan un moco espeso que se adhiere a las paredes de los órganos. En los intestinos por ejemplo, donde se absorben minerales y vitaminas, estos elementos no son retenidos. Los pacientes sufren neumonías recurrentes y las enzimas pancreáticas no llegan a donde deben llegar. Estos pacientes deben ingerir esas enzimas por vía oral antes de cada comida. Además deben hacer nebulizaciones específicas, kinesiología, tomar medicación. Y hacerlo todos los días. En vacaciones y feriados. Y de por vida.
En lo más alto. Llegar a la cima del cerro Champaquí, en Córdoba fue un gran logro.
Cuando la diagnosticaron, el promedio de vida de los FQ en Argentina era de 16 años. Luisina, que es instrumentadora quirúrgica además de poeta, lo supo antes que yo. Yo me enteré, sin anestesia, en 2009, en un Congreso en Capital Federal. Sólo atiné a salir de la conferencia para llorar en el hall del hotel. Le dije a alguien allí lo que acababa de oír y me dijo que “Sí, es así”. Luisina, quizás queriendo protegerme, había soportado sola esa cifra atroz. De pronto las palabras, que siempre me habían acompañado en mi vida de escritor, se me escapaban, y no podía asirlas.
Zoe. A sus 12, años, una sonrisa inmensa.
Cuando regresamos a Santa Fe con otros padres que habían asistido al Congreso hicimos bromas. Había que liberar tensiones y toxinas. Especialmente yo, que recién me enteraba de cosas que los demás ya sabían. Me pareció injusto que Luisina lo hubiera sufrido en silencio, y comprendí el valor de su llanto mudo. Yo también lo hice, pero nunca con ella. Racionalizaba y me decía lo que tantas veces había dicho a mis alumnos de Taller Literario: “Escriban y exorcicen los miedos y angustias, se los sacan de encima y los pueden objetivar en el papel”. Era tan simple cuando lo decía que me dolió darme cuenta de que esa simpleza no funcionaba conmigo. No sé si para los demás sí; es más sencillo dar una sugerencia a otro que vivirla uno mismo.
Había que hacer algo. No sólo por nosotros como pareja sino por la misma Zoe, que era la más inocente de todos porque no pidió nacer ni, mucho menos, con FQ. Hicimos una reunión familiar y dije el número tal cual lo había escuchado días antes: 16. Y vi las caras de mis cuñados, de mi suegra. Y acoté que había medicación, que había protocolos, y que era lo que nos tocaba y que íbamos a hacer lo que debíamos hacer. Pero que todos debíamos trabajar en un mismo sentido: el contexto era crucial. La FQ no se trata solamente con un protocolo de kinesiología, medicación y nutrición, sino con un acompañamiento familiar. Todos deben involucrarse en la tarea. El paciente, y más cuando es una criatura, debe sentirse en un ámbito de “normalidad”. De esa manera el paciente adquiere más fortaleza psíquica y baja menos las defensas. La medicina no lo es todo. La contención familiar y la adherencia al tratamiento es la otra (gran) parte.
Por eso decidimos no aislarla: Zoe haría vida normal. Se integraría con los demás chicos y debía ser tratada como una persona normal porque era una persona normal. La discapacidad –volvimos a aprenderlo– nos asemeja más que lo que nos distancia, porque todos somos discapacitados en algún aspecto.
Para recuperar peso, Zoe necesitó una sonda nasogástrica. Durante la noche, mientras dormía, la alimentábamos con una bomba que le enviaba directamente al estómago una leche especial. Durante el día se alimentaba como cualquier nena, y llevaba el extremo de la sonda pegado al cuello con una cinta hipoalergénica. Así concurrió durante un año al jardín de infantes, el tiempo que necesitó su cuerpo para fortalecerse. Así la conocieron sus maestras, sus amiguitos, los vecinos. Un día, al regresar de una internación, Zoe dijo al entrar al jardín “¡Chicos, ya volví!”. Y estaba feliz, y la recibieron con aplausos. Zoe lo tomaba con una naturalidad que dolía. Nos habían dicho que los chicos se adaptan más rápido y mejor que los adultos en estas cuestiones, y comprobamos que era cierto. Pero sabíamos, también, que a medida que creciera esa “naturalidad” cambiaría en otra cosa.
Salíamos a pasear, a disfrutar del sol con el cochecito, y poco a poco fuimos recuperando ese proyecto imaginado. Con matices, con internaciones. Con discusiones con la obra social por la demora en entregar los medicamentos. Con pedidos de audiencia con los médicos auditores. Con firmeza y pasión.
A los tres años Zoe fue internada nuevamente en Santa Fe. La doctora nos dijo que nos iba a derivar a La Plata, al hospital Sor Ludovica, especializado en FQ pediátrica. Que nos llevarían en ambulancia esa noche. Fue un viaje sombrío, con Zoe en la camilla y el suero en su vena, Luisina y yo a su lado. Llegamos a La Plata a la madrugada. La primera vez que íbamos a esa ciudad. La ambulancia nos dejó en la puerta del hospital, frente a un parque. Allí comenzó otra historia.
Durante las dos semanas de internación Luisina se quedó con Zoe a la noche y yo dormía en un hospedaje cerca de la Terminal de Ómnibus, y la relevaba durante el día. Iba y venía caminando, unas 25 cuadras, que me despejaban. Luisina dormía en el hotel al mediodía hasta la siesta, y luego pasábamos la tarde los tres juntos. Fue una vivencia dura. Zoe había llegado con muy bajo peso y desganada. Verla así nos abatía. Tratábamos de distraerla, le contábamos cuentos. Los primeros días fueron los peores, con una batería de estudios y extracciones de sangre todas las mañanas. Zoe decía que se quería ir, que quería volver a casa. Extrañaba el jardín y sus amiguitos. La nena con la que compartía la habitación padecía otra enfermedad (los FQ no pueden estar juntos, por las infecciones cruzadas que pueden tener entre sí), y el espacio compartido no colaboraba. Pero no había opción. Sentía que la perdíamos, pero entonces un día Zoe comenzó a participar más y a sonreír, y nosotros con ella.
Después de múltiples estudios, Zoe fue dada de alta. Esa tarde, antes del regreso, fuimos a conocer el Museo de Ciencias Naturales, y Zoe vio los esqueletos de dinosaurios por primera vez. Sentir el sol en su cara después de quince días de encierro y zozobra nos rejuveneció a los tres. Era el 23 de diciembre. A su edad, la Navidad era importante. Regresamos a casa también en ambulancia, pero con otro humor. Los tres sentíamos que en el Sor Ludovica la habían salvado, que habían acertado con lo que no habían podido acertar los médicos en Santa Fe. Desde antes yo era agnóstico, no creía en deidad alguna y menos en ese momento, pero la conjunción de Zoe recuperada y de la Navidad bien pueden tomarse como un milagro de esos en los que no creo. El milagro, lo sé, fueron los médicos. Y Luisina. Y Zoe.
Llegó la catequesis. Una vez más fui sincero con Zoe: “La religión y la Iglesia no me interesan, pero si a vos te hace bien, te acompaño”. Asumimos el compromiso con Luisina, pero fui yo quien más acudió durante tres años a esas reuniones extrañas en donde encontraba ocasión para discutir. Y también lo comenzó a hacer Zoe. Preguntas, reproches: “¿Por qué Dios me hizo nacer con fibrosis quística?”. Le dije que no lo sabía, que yo tampoco quería que ella sufriera esa patología, y que si quería renegar de Dios, lo hiciera. Que yo no creía en su existencia así que ni siquiera tenía la liberación de poder insultarlo. Y que había que tomar la vida como una aventura.
“Lo importante es que estamos acá”, le dije un día. “Tenemos esto, y tenemos la posibilidad de elegir qué hacemos con esto. Podemos apenarnos o alegrarnos. Pero podemos vivir como una aventura en donde vamos descubriendo cosas a cada paso. Si tenemos un deber, es ese. A vos te tocó la FQ y tomar medicamentos, y yo también tomo los míos. Cada uno tiene su condición, y puede no gustarnos, pero es lo que tenemos y hay que aprovecharlo. Y disfrutar las pequeñas cosas”.
En marzo de 2018 tuve una neumonía que me postró con antibióticos. Me recuperé y en mayo con un amigo hicimos un trekking a Pueblo Escondido, una mina abandonada en Córdoba. No era un trekking exigente, pero lo viví con la libertad de quien puede respirar de nuevo. Durante la enfermedad comprendí cómo se siente quien no puede respirar todo lo que necesita, ese freno gomoso, constante. Mi hija sufría a diario lo que yo esas dos semanas. Pero Zoe crecía bien, estable. Hacía natación, se había robustecido. Seguíamos viajando al Sor Ludovica dos veces al año, para monitorearla, y seguíamos con los médicos en Santa Fe. Pero hacíamos vida normal. Con protocolos, pero normal. El atroz 16 se había convertido, gracias a los avances en medicina, en el más optimista 45, o más.
Hace cuatro años que no la internamos. De vez en cuando Zoe se enoja, pelea con el kinesiólogo, le “da vacaciones” para que no venga unos días. Pero hablamos y comprende que hay que seguir, que si hasta ahora venimos bien es porque todos hacemos el esfuerzo. Me dice que yo no tengo FQ y no puedo saberlo. Le digo que tiene razón, pero que yo estoy allí con ella, igual que Luisina, y que la acompañamos y que por eso es como si la tuviéramos porque ella nunca está sola. La FQ es una lucha constante, un compromiso día a día. No hay tregua, no se puede aflojar. Zoe lo sabe, pero en ocasiones se queja porque nació así, y dice “no me quiero morir”. Le digo que yo tampoco, pero que es lo normal. “Las plantas se mueren, las mascotas, nosotros mismos. Lo importante es lo que hacemos. Cumplimos un ciclo y después nos dormimos”. La aventura, otra vez. El carpe diem. Al final Zoe lo comprende y acepta, al menos hasta la próxima crisis. La adolescencia es el gran escollo. Los próximos años serán difíciles, pero tenemos esperanza. Zoe tiene una enorme madurez y sentido del humor, y eso ayudará.
Disfrutamos la vida al aire libre. En noviembre de 2019 fuimos los tres a Córdoba una vez más. Pero ahora con las bolsas de dormir. Subimos con el auto al cerro Lindero, en Yacanto de Calamuchita, y desde allí hicimos un trekking corto hasta la cumbre del Champaquí. Zoe estrenaba su mochila de 55 litros. El plan era dormir en la cima más alta de Córdoba. Yo lo anhelaba desde que subí por primera vez hacía más de treinta años, y ahora podría hacerlo en familia. Llegamos a la cumbre al mediodía. Saqué muchas fotos, registrando las variaciones de la luz durante el día. Zoe saturó 99 (eso quiere decir que pudo respirar con normalidad y que el oxígeno llegaba cómodamente a su cuerpo). Dormimos en un pequeño refugio que hay allí, apretados pero dichosos. En la mañana del sábado 16 preparé el trípode y saqué una foto con el sol iluminándonos de frente. No había nada más alto que nosotros, estábamos solos y felices, viviendo la aventura.
Sigo escribiendo. Este año salió una nueva novela. Zoe pasó de Harry Potter a Stephen King, ahora avanza con Tolkien. Luisina publicó otro libro en 2018, y tiene más poemas en carpeta. La historia de nuestra resiliencia se puede centrar en esa cumbre y esa noche al abrigo de las bolsas. Habrá otras, porque la aventura continúa. Este año nos encerramos por la pandemia y la cuarentena, pero Zoe quiere regresar. En noviembre cumple 13, y le dijimos que cuando se pudiera viajar pasaríamos de nuevo la noche allí, junto a las estrellas. Porque siempre hay un proyecto. Siempre se puede elegir.
———–
Carlos O. Antognazzi nació en Santa Fe en 1963, y reside en Santo Tomé. Escritor y fotógrafo, amante del trekking y el aire libre. En su juventud fue nadador y practicó canotaje. Publicó 26 libros. Su última novela es “Principios quiméricos” (2020). Obtuvo becas del Fondo Nacional de las Artes, el Gobierno de España y el de Venezuela (las dos últimas le permitieron viajar a esos países). Su novela “Señas mortales” obtuvo el Premio Tiflos y fue publicada en España. Obtuvo también el premio Ciudad de Huelva en cuento. Coordina talleres literarios. Cuando puede cambia la compu por la mochila, y se va de campamento con Luisina y Zoe.
TEMAS QUE APARECEN EN ESTA NOTA
COMENTARIOS CERRADOS POR PROBLEMAS TÉCNICOS.ESTAMOS TRABAJANDO PARA REACTIVARLOS EN BREVE.
CARGANDO COMENTARIOS
Clarín
Para comentar debés activar tu cuenta haciendo clic en el e-mail que te enviamos a la casilla ¿No encontraste el e-mail? Hace clic acá y te lo volvemos a enviar.
Clarín
Para comentar nuestras notas por favor completá los siguientes datos.