Hace seis meses que terminó el Mundial, Argentina salió campeón y Ubaldo Fillol, que la rompió, quedó instalado como el mejor arquero del mundo. En ese contexto, el Pato tiene que
negociar la renovación de su contrato con River. Las tratativas son duras. Fillol pide una plata que en el club no están dispuestos a poner. Ninguno cede. Passarella, Alonso, Jota Jota López y Luque, las otras figuras del plantel, ya habían firmado sus contratos pero el Pato se planta y queda solo en el reclamo. Arranca el torneo del ‘79 y en el arco del Millonario aparece Landaburu. Las tribunas están divididas: en cada partido de local algunos hinchas bancan al Pato y otros lo insultan. Pasan los meses y las partes ni se acercan. Ahí es cuando entra en juego el almirante.
El arquero lo invitan de la revista El Gráfico para hacer una nota junto con Carlos Lacoste, que es el titular del EAM 78, entidad que había organizado el Mundial. Fillol llega antes que los periodistas y el marino lo invita a su despacho. Lacoste es hincha de River y aunque todavía no se comprobó se comenta que hizo las gestiones pertinentes para que el Flaco Menotti convocara al Beto Alonso a la Selección. Pero no es para hablar de fútbol ni del Mundial que Lacoste necesita un rato a solas con Fillol. Se trata del contrato que el Pato no quiere firmar.
Hasta ese momento el Pato no conocía a Lacoste personalmente. Tampoco estaba al tanto de su influencia entre los dirigentes de River. Por eso se sorprendió cuando el marino, todavía con cortesía, sacó el tema del contrato. Así reconstruyó el diálogo el propio Fillol en su autobiografía:
Con todo respeto, pero ¿qué función cumple usted en el club? preguntó el arquero.
Vea, Fillol, soy socio honorable del club y tomé la decisión, en nombre de los dirigentes, de asumir el compromiso de que usted firme el contrato que le han ofrecido.
Mire, señor Lacoste, no voy a firmar ese contrato porque no se corresponde con lo que acordamos con los dirigentes.
Fillol, usted entienda que no tiene alternativa. ¡Fírmelo porque, de lo contrario, el único perjudicado será usted!
El tono de la charla es cada vez más violento. Lacoste, militar al fin, se pone más imperativo. Ya no pide: ordena. El Pato insiste con la negativa. El clima es denso. Hasta que el marino decide resolver la cuestión a su modo: pone un arma sobre el escritorio y le dice:
Mire, Fillol, se la voy a hacer corta porque no tengo mucho tiempo. Si yo quiero, levanto un teléfono y en menos de lo que tarda en enfriarse el café que está tomando, usted desaparece y no lo encuentran nunca más. O, en el mejor de los casos, lo encontrarán en un baldío. Sepa bien que no tengo problema en hacer lo que digo que haré
El Pato se queda helado. Algo nervioso, toma coraje y con la voz temblorosa lanza:
¿Acaso me va a pegar un tiro ahora mismo si no firmo? ¿Sabe una cosa? ¡Esta charla se acabó!
Fillol se para y encara para la puerta de la oficina, cuando lo alcanza la voz de Lacoste, que con tono conciliador le pide que vuelva. Eso hace el arquero: retoma esos metros y vuelve a quedar frente a frente con Lacoste.
¡Bueno! Ahora que está sentado, levántese de la silla y mándese a mudar. ¡Porque acá mando yo! Y usted se retira cuando yo lo ordeno. Váyase de acá ya mismo. ¡Le voy a enseñar quién manda en este país!
Esa fue, según contó el Pato muchos años después, la peor experiencia de su vida.