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Alejandro Lanusse-Salvador Allende: el encuentro que saltó todas las grietas

23 julio, 2020
in Politica
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Grietas, lo que se dice grietas, eran las de antes. Estaban dictadas por profundas divergencias ideológicas y no eran, como hoy, una estrategia del populismo. Hace cuarenta y nueve años, un

dictador militar argentino, el general Alejandro Lanusse, y el primer presidente marxista del continente consagrado en elecciones libres, el chileno Salvador Allende, se encontraron en Salta con la intención de encontrar puntos en común, algún acuerdo que permitiera a dos países tan distintos en esos momentos, tan diferentes en sus ideas, en su estructura y en su visión de América Latina, andar ese camino riesgoso sin demasiados dramas.

De hecho, Lanusse y Allende padecían los suyos. El argentino, un antiperonista visceral, había entendido que sin Perón, la Argentina era ingobernable, sacudida como estaba por la crisis económica y la guerrilla peronista y marxista. En 1971 Lanusse, navegaba entre la elaboración de una improbable herencia de la dictadura, a través del Gran Acuerdo Nacional, y permitir el retorno condicionado de Perón, lo que lo enfrentaba incluso con sus camaradas de armas.

Allende estaba cercado: al día siguiente de su elección, en setiembre de 1970, Estados Unidos había invertido cuarenta millones de dólares de aquella época para “hacer crujir la economía chilena” e impulsar su derrocamiento, como narró en sus memorias el hombre encargado de llevar el plan adelante, Henry Kissinger. La CIA, el empresariado chileno, los grupos terroristas de ultraderecha, un amplio sector de la izquierda, guerrilla incluida, que pretendía apurar aquella experiencia conocida como “la vía pacífica al socialismo”, empezaban a obrar como una pinza fatal sobre el gobierno de Allende.

¿Sabía el presidente chileno que Estados Unidos buscaba derrocarlo? Seguramente. En sus discursos habló siempre de la libre determinación de los pueblos, conocía el informe nacional de inteligencia de 1970 en el que los analistas americanos daban a la democracia chilena una sobrevida de tres años, hasta 1973, antes de que rigiera un sistema de gobierno marxista leninista, como el de los países de Europa del Este.

Lanusse, por su parte, estaba más que seguro de cuáles eran las intenciones de los Estados Unidos con respecto a Chile. Un año antes, apenas once días después de que Allende fuese elegido en Chile, la CIA, y el gobierno de Richard Nixon, le habían ofrecido, a Lanusse y a la Junta Militar argentina, todo lo que necesitaran, si se avenían a colaborar con el derrocamiento del presidente chileno.

Ese fue el secreto mejor guardado de Lanusse, o uno de sus secretos mejor guardados. No hay constancia de que, en Salta, haya advertido a Allende de lo que se preparaba contra él, o de que le haya revelado su conversación del año anterior con las autoridades estadounidenses. Es más, jamás reveló aquel episodio en sus tres libros de memorias: “Mi testimonio”, “Testigo y protagonista” y “Confesiones de un general”.

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En su momento, ocultó los verdaderos motivos de su viaje a Washington y, a su regreso, mintió a los periodistas que lo interrogaron sobre eventuales conversaciones suyas en la capital americana y sobre la realidad chilena. Calló así uno de los episodios cruciales de la historia continental, cuando la tensión, el ardor y los riesgos de la Guerra Fría se trasladaron a este rincón del sur del mundo.

El 15 de setiembre de 1970, once días después de la elección del presidente chileno, Lanusse entró al despacho del director de la CIA para entrevistarse con su titular, Richard Helms, un halcón de la Casa Blanca que lo había sido como subdirector de la agencia de espionaje en el gobierno de John Kennedy y la dirigía ahora, cuando la política exterior de Estados Unidos estaba regida por Nixon y Kissinger. Helms había sido por años jefe de operaciones encubiertas de la agencia, responsable de la mayor parte de los intentos de asesinar a Fidel Castro y era el responsable de la acción de la CIA en el Chile de Allende.

Lanusse había dicho en Buenos Aires que su viaje a Washington tenía raíces en la necesidad de atención médica de uno de sus hijos. Era media verdad: Marcos Lanusse, que murió hace dos años, había quedado inválido al caer de un caballo y parte de su atención requería visitar los Estados Unidos.

Pero en realidad, Lanusse había sido convocado a Washington por Helms a través de Tom Polgar, el jefe de la base de la CIA en Buenos Aires y a quien Helms conocía desde finales de la Segunda Guerra Mundial. La orden para Polgar era que tomara el primer avión hacia Washington y que llevara consigo “al jefe de la Junta Militar argentina, general Alejandro Lanusse”.

Salvador Allende y el general Alejandro Lanusse, en su encuentro de 1971.

Salvador Allende y el general Alejandro Lanusse, en su encuentro de 1971.

Si los entretelones de esa misión son conocidos, es porque fueron revelados en un libro apasionante, “Legado de Cenizas–La historia de la CIA”, de Tim Weiner. Aquella tarde del 15 de setiembre, Lanusse y Polgar estaban sentados en el despacho de Helms, a la espera de que el director de la CIA llegara de un encuentro con Kissinger.

“Helms llegó muy nervioso cuando volvió –revela Weiner–, Nixon le había ordenado que organizara un golpe de Estado (…). Helms tenía cuarenta y ocho horas para presentar un plan de ataque a Kissinger y cuarenta y nueve días para detener a Allende”.

La revelación también deja claro que la intención de Nixon era impedir que Allende asumiera el gobierno: había sido electo el 4 de setiembre y debía asumir el 4 de noviembre de 1970. Así cuenta Weiner el breve diálogo histórico, que no entró en la historia, entre Helms y Lanusse: “Helms se dirigió al general Lanusse y le preguntó qué querría su junta por ayudar a derrocar a Allende. El general argentino miró fijamente al jefe de inteligencia estadounidense. ‘Señor Helms –le dijo–ustedes ya tienen su Vietnam; no me haga a mí tener el mío’”.

Ustedes ya tienen su Vietnam; no me hagan a mí tener el mío”

De Lanusse al director de la CIA

Lanusse regresó a la agitada Argentina de 1970. La llamada “Revolución Argentina” se descascaraba por horas, el general Juan Carlos Onganía y su proyecto de un Reich de veinte años, o más, había sido sepultado por la agitación social, por la irrupción, en 1969, del Cordobazo, una nueva forma masiva de protesta social que unió a obreros y estudiantes y que obligó a poner al Ejército en las calles para reprimirla.

El secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu, que asumió la guerrilla peronista Montoneros y el fracaso de una política económica inviable que congelaba salarios y desataba precios, habían eyectado a Onganía. Ahora gobernaba el país el general Roberto M. Levingston, que intentaba llevar adelante un proyecto nacionalista propio. La CIA, que sabía con quién quería hablar y por qué, lo había hecho con Lanusse, que derrocó a Levingston el 22 de marzo de 1971 y empezó a remar en el fango con su proyecto de apertura política.

En Salta, todo fue cordialidad entre los dos presidentes uno de facto y otro constitucional. Después de la reunión, los analistas hablaron de un “espíritu de Salta”, un rótulo optimista para definir una declaración conjunta rígida y formal que reafirmaba apenas un acuerdo comercial y un convenio entre los bancos nacionales de los dos países.

Los documentos llevaban las firmas de los dos cancilleres, Luis María de Pablo Pardo, otro antiperonista visceral como Lanusse, y Clodomiro Almeyda, dirigente del Partido Socialista chileno, que se había graduado como abogado en 1948 con su tesis: “Hacia una teoría marxista del Estado”.

Lanusse aprovechó el encuentro de Salta para llevar un poco de agua para su casa y con vistas al Gran Acuerdo Nacional que pergeñaba: rechazó la “política de fronteras ideológicas”, incluso las que trazaban desde Estados Unidos Nixon, Kissinger, Helms y sus muchachos. Quién sabe si al hablar de esas fronteras, y con Allende delante, el general argentino haya recordado su conversación de un año antes con el jefe de la CIA.

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Como anécdota menor de aquel encuentro del que pronto iba a quedar nada, una broma de Lanusse en forma de queja y en la ceremonia oficial de los himnos y las banderas: “Empezamos mal –dijo– Ya tenemos un fallo en el protocolo”.

Allende miró a los costados una y otra vez. “Yo no veo falla alguna, General”. “Bueno –dijo Lanusse– lo pusieron a usted a la derecha y a mí a la izquierda”. Al día siguiente, Lanusse superó las molestias de un cólico renal para acompañar a Allende en un recorrido por la ciudad.

No era la primera vez que se veían. Y no iba a ser la última. Se habían conocido en 1966, cuando Allende fue derrotado en las elecciones presidenciales por Eduardo Frei. Volvieron a verse, después de Salta, el 25 de mayo de 1973, cuando Allende fue invitado de honor a la ceremonia en la Casa Rosada, en la que Lanusse entregó el poder al peronista Héctor J. Cámpora.

Allende fue derrocado el 11 de setiembre de 1973 por las fuerzas armadas, en un sangriento golpe de Estado que dio paso a una larga dictadura. Según las últimas investigaciones, se suicidó en el Palacio de la Moneda con una ametralladora que le había regalado Fidel Castro.

Lanusse dio fe en sus memorias de los valores de la democracia. En 1985, durante el juicio a las juntas militares de la última dictadura, dio un crudo testimonio a raíz del secuestro y asesinato de la diplomática Elena Holmberg y de Edgardo Sajón, uno de sus principales asesores durante su presidencia. Murió el 26 de agosto de 1996.

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