Esta historia comienza cuando yo tenía alrededor de 13 años (hoy, 69). Una tía de mi mamá que sabía “leer las manos” me las leyó -a escondidas de ella- y predijo
que mi destino sería un “hombre viudo”. En aquel momento, recuerdo, me puse a llorar porque pensaba en tantos cuentos donde el padre, sin esposa, se casa con una “malvada madrastra”.
Fui creciendo y trataba de olvidarme de ese presagio pero me era imposible. Terminé la secundaria y junto con muchas amigas seguimos la misma carrera, Ciencias Económicas. Durante esos años no tuve tiempo para el “amor” y sólo me dedicaba a estudiar fuerte para terminar mi carrera en el tiempo correcto. Así fue, en cinco años me recibí de Contadora Pública y dos años antes de recibirme empecé a salir con chico vecino de casa. Fue un noviazgo como los de antes, con respeto y mucho cariño, pero había cosas importantes en las cuales no coincidíamos y decidimos dejar de vernos de mutuo acuerdo.
Mi mente volvía una y otra vez a las palabras de la tía de mamá: “tu destino será un hombre viudo”. Apenas terminé de cursar la facultad tuve la suerte de entrar a trabajar en un pequeño estudio contable. Fue una historia curiosa: el jefe del estudio era también jefe de la cátedra de Impuestos y en el último examen me tomó temas que yo no había considerado importante. Jurisprudencia, por ejemplo. Obvio, no aprobé.
Graciela Lo Gullo y Raúl Sánchez el día que se casaron, junto a los tres hijos del primer matrimonio de él.
Al día siguiente cuando fui a buscar la libreta pidió hablar conmigo y me dijo: “¿Está trabajando?” yo le dije: estoy a punto de entrar a trabajar como Profesora de Contabilidad en el colegio donde hice la secundaria, pero sólo dos días y por la tarde. Él me miró y me dijo: “Me gustó su forma de razonar, solo le faltó estudiar un poco más de teoría, le doy mi tarjeta, llámeme y quizás comience a trabajar conmigo”.
Yo tomé mi libreta y su tarjeta y a la semana siguiente empecé a trabajar con él y su ayudante (una contadora que me enseñó toda la práctica que la Facultad no enseña). Como me faltaba esa sola materia pedí mesa especial para abril y le pedí a “mi jefe” que no fuera… me iba a ser muy difícil rendir con él en la mesa. Por suerte no fue y aprobé con un nueve. Después de un año y medio uno de los clientes, a quien yo le llevaba todo lo contable le pidió a “mi jefe” si no me permitía trabajar con ellos (era una gran ferretería al por mayor cerca del Cid Campeador).
Graciela Lo Gullo y Raúl Sánchez, de pie (ella segunda y el quinto desde la izquierda) con varios integrantes de la familia ampliada.
Mi jefe dijo que sí -eran muy amigos- y así en octubre de 1975 mi vida daría un giro total. Eran todos hombres y yo tenía una pequeña oficina en un entrepiso desde la cual divisaba todo el negocio. Al mismo tiempo comenzó a visitarnos un nuevo vendedor de Acindar (era nuestro gran proveedor) para tomar los pedidos. Al principio venía una vez por semana, luego dos, hasta que después se hizo costumbre venir todos los días, por supuesto no era necesario. La relación nuestra era de tratarnos de “usted” pero siempre había algo que decía para molestarme. Yo, no sabía mucho de su vida, solo que tenía tres hermosos hijos (me mostró fotos) y una mujer con la que hablaba a veces por teléfono. Una sola vez la vi, porque pasó por la ferretería con él (se iban de vacaciones) y ahí me di cuenta que nunca podría competir con ella. Cada vez que veía estacionar el Peugeot blanco en la puerta del negocio empezaba a ponerme nerviosa y yo me decía: es casado, olvídate.
Un día cualquiera uno de los dueños me invitó a almorzar para saber si estaba cómoda con el trabajo y entonces me animé y le dije: el único inconveniente es “Sánchez” (el apellido del vendedor de Acindar), siempre está de mal humor. Él me contestó: ”Graciela, Sánchez arrastra un problema: es viudo” (hacía un año y medio) y fue consecuencia de una enfermedad. No pude seguir comiendo y no pude contarle la historia de la lectura de mi mano. Cuando llegué a casa, le conté a mi mamá y me dijo; “Tanto lo buscaste que al fin lo encontraste, ahora hacete cargo”.
A partir de ese momento empezamos a charlar de otra manera hasta que un día se animó y me dijo: “Me encantaría volver a formar una familia pero es complicado, tengo tres mochilas y va ser muy difícil que alguien me acepte” y agregó: “Si yo le dijera: usted se animaría?” y a mi me salió del alma y le dije “por qué no”. Tenía 25 años. Hablamos de esa mujer que yo había visto una sola vez y me explicó que era una gran amiga y algo más que lo ayudó a salir del momento más duro que le tocó vivir pero que le daría fin.
Nuestro noviazgo fue de solo siete meses, tenía el apoyo incondicional de mi papá pero no el de mi mamá. Ella me decía: “No sabés lo que estás haciendo, como vas a hacer con tres chicos de 9, 6 y 5 años, pensá en el colegio, sus costumbres y tu trabajo”.
Antes de casarnos cambié de empleo y con gran pesar me fui de la gran ferretería a un gran estudio contable.
Conocí a los chicos a los tres meses de estar saliendo con el señor Sánchez y me presentó como una amiga. Al poco tiempo les preguntó: “¿Les gustaría que papá se vuelva a casar?” y los tres dijeron: “Sí, pero con Graciela”. Mi debut como mamá fue en una entrega de boletines de Paula (la mayor). Ella nunca pudo decir que no tenía mamá y siempre ponía una excusa (está de viaje, está enferma…). Me llamó a casa y me pidió si podía ir como su mamá (no estábamos casados todavía) y yo le dije que si. Nunca olvidaré las caras de las otras madres cuando entré al salón. ¡Apareció la mamá de Paula! Yo era joven y por edad era imposible que Paula fuera mi hija, pero nadie dijo nada.
La primera prueba la superé con éxito y a partir de ahí todo fue felicidad para esos tres chicos que lo único que reclamaban era tener una familia. De golpe tenían dos abuelos y tres tíos muy jóvenes.
El casamiento fue soñado, los chicos me esperaban en el altar junto a quien sería mi marido. Mi mamá se los llevó un mes al campo para que yo pudiera acostumbrarme a la nueva vida. Cuando volvieron, empezaban las clases y ahí estaba yo comprando uniformes y adecuando mis horarios a los suyos. La convivencia fue creciendo y a los pocos meses quedé embarazada y por suerte lo tomaron muy bien. Recuerdo que mi mamá trabajaba con un médico ginecólogo-obstetra y ella misma me sacó sangre para el test. Cuando me llamó al trabajo yo me puse feliz y ante la pregunta que le hice a mi mamá -¿estás contenta?- ella respondió: ”Sí, por supuesto pero no te olvides que yo ya tengo tres nietos, este sería el cuarto (fue Juan)”.
En ese momento no entendí la reacción de mamá, con el tiempo me di cuenta de su gran amor de abuela a tres chicos que lo habían perdido todo y ahora lo habían recuperado. Yo seguía trabajando en el gran estudio hasta que nos mudamos a Olivos y quedé nuevamente embarazada (nació Vero). Ahí tomé la decisión de no seguir y dedicarme a cuidar mejor a los chicos.
La vida seguía bien, disfrutamos de salidas, veraneos (todos juntos en un lugar soñado cerca de Monte Hermoso donde fuimos nosotros siete junto con mis padres y hermanos a un hotel sobre la playa). Siempre con Raúl tratamos que la relación de los cinco creciera fuerte y lo íbamos logrando. En la casa de Olivos compartieron algo más que juegos se hicieron inseparables pese a la diferencia de edad. A la distancia nos felicitamos porque esa unión hoy sigue intacta (han formado un grupo de cinco que disfrutan el poder reunirse, que festejan los logros obtenidos por cualquiera de ellos, no hay envidia ni palabras por atrás, todo lo charlan y eso, a Raúl y a mi nos enriquece y podemos decir: hicimos un buen trabajo, costó mucho pero lo logramos.
A los dos años de terminar Paula (la mayor) el colegio secundario comenzaron entre las dos roces lógicos entre una “madre” que quería seguir exigiendo cosas y una adolescente “ya mujer” que necesitaba otros espacios y otros momentos. Al principio eran discusiones por cuestiones que hoy, a la distancia, las veo tontas (no acomodaste tu cama y tu ropa, tenés que empezar a lavar lo que ensuciás) que fueron limando la relación tan buena que habíamos logrado armar en esos casi doce años.
Llegó un momento que ya no hablábamos para evitar la discusión y ella trataba de estar casi nada en casa y por suerte buscó refugio en mis padres que compartían con ella momentos, almuerzos los domingos e inclusive con su novio que sería su esposo. Raúl se mantenía a distancia de este problema porque era muy difícil para él tomar una postura (Paula era su hija y yo su mujer) y por suerte la relación de los cinco seguía intacta. A comienzos del año 91 hablamos mucho con Raúl y decidimos que seguir viviendo así era muy difícil.
Decidimos poner en venta nuestra linda casa de Olivos (de dos plantas que tanto se había disfrutado) y con el resultado de esa venta comprarle un departamento a Paula y arreglar una casa más chica que estaba desocupada (había vivido el abuelo materno de los tres chicos con quien nunca tuvieron relación, no por mí si no que ellos no querían… sus abuelos eran mis papás). Se produjo la mudanza y Carina (la segunda hija) se decidió acompañar a su hermana en esa nueva vida.
Recuerdo que el único pedido de Paula fue: “Por favor papi no me separes de mis hermanos, una vez por mes comemos los seis”. Así fue y los chicos iban felices y Raúl también, era obvio que me quedaba triste, pero siempre privilegié la relación de los cinco con su papá. Aclaro que Germán (el tercer hijo) vivía con nosotros. El momento más fuerte fue en abril del 93 -había pasado un año y medio de la mudanza- cuando Raúl me dice: “Paula se casa” y yo contesté: “No voy a ir, sólo te ayudo con la ropa de Juan y Vero para que ese día estén lindos”. Raúl conoció a sus futuros consuegros en una cena organizada en casa de mi mamá y al volver se lo veía contento pero supe que en esa reunión faltaba yo.
En mayo de ese año Raúl tuvo una neumonía complicada (hubo que internarlo) que desencadenó en un pico de glucemia importante. En el sanatorio hacían todo y más para darle el alta pero no mejoraba. Me llamó el clínico que tenía el caso y me dijo: “Acá pasa otra cosa, estamos haciendo todo para que mejore pero nada. ¿Hay algún problema que le gustaría contarme?”.
Me puse a llorar y le conté y ese médico -hoy nuestro clínico de cabecera- me dijo: cuál es el problema en ir, no es necesario que seas la madrina o te sientes en la mesa principal. Pensá en todo lo que te podés perder a partir de ahora, pensá en tus propios hijos y lo mal que van a estar por no verte y si ella no valora lo que hacés es que no vale la pena”. Salí del consultorio, lo fui a ver a Raúl y le dije: “Tomé la decisión, voy a ir al casamiento”. Me acuerdo que me abrazó muy fuerte y me dijo: “Yo sabía que no me podías fallar”. A los dos días estaba en casa feliz.
Cuando llego el día del Civil yo estaba muy nerviosa y pensaba: casi no conozco al novio y ni hablar de los padres, ¿cómo me mirarán? ¿como a la madrastra de los cuentos?
Al terminar la ceremonia, Paula se acercó, me abrazó fuerte y me dijo. “nunca más alejadas”. Aclaro que tanto el novio como los padres me trataron de diez, como si de verdad fuera la mamá de Paula. Disfruté ese día, disfruté el casamiento por Iglesia, disfruté la fiesta pero el mejor momento fue cuando tuve entre mis brazos a Facundo, mi primer nieto… sentí un fuerte escalofrío por todo el cuerpo y me dije “Fue muy importante dar el primer paso. Doy gracias a Dios, a mis padres, a Raúl (compañero increíble) y a mis cinco hijos y siete nietos.
Una pequeña sugerencia: no tapen la posibilidad de ser felices; atrévanse, que nada les impida vivir.
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Graciela Lo Gullo estudió Ciencias Económicas en la Universidad de Belgrano. Quería trabajar en un gran estudio de auditoría. Pero lo hizo, recién recibida, en un estudio pequeño y luego en una empresa. Más tarde logró cumplir su sueño y después de varios exámenes perteneció a un excelente lugar formador de grandes profesionales. Con la llegada de su quinta hija eligió el camino que más la entusiasmaba: ser mamá a tiempo completo, dejando atrás ese sueño ya cumplido. Un simple aviso en un diario la llevó a ser docente, pasión que ejerció durante 36 años (descubriendo un don oculto: la “narración”), ayudando en la formación de jóvenes que hoy son grandes profesionales (y a cuyos hijos también ha llegado a tener de alumnos).
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