Cuando salió al balcón para aplaudir a médicos y enfermeros, se dispararon los recuerdos del escalofrío. Sabe Patricia Palmer lo que se siente estar en esos cuerpos: vio morir
a un bebé, vio deteriorarse a una chica de 15, vio la vida irse y volver, como un espiral desesperante. A los 13 años se estrenó como voluntaria en hospitales sin saber que estaba estirando su umbral del dolor, ganando “una sensibilidad extra”.
“¿Qué hacía en el hospital de Mendoza? Lo que se necesitara. Limpiaba colas y al rato tomaba la fiebre. A veces el trabajo era agarrar fuerte una mano. Otras, leer un cuento”, explica medio siglo después de esa experiencia de tres años impuesta por su padre. Delantal rosa, paciencia y un destino lejos del sector de la salud, cerca de las máscaras.
El secreto de Patricia siempre fue abstraerse. Ver paraísos donde había ruinas. Aprendió a ver una sala de teatro donde funcionaba un taller mecánico. A imaginar un escenario donde había un foso, sombras donde había manchas de grasa, telones en los garabatos del aceite de los motores.
Era 1997 cuando compró un inmueble engrasado en Mario Bravo 1200. Lo llamó El taller del ángel, inspirada en Eduardo Bergara Leumann y La botica del ángel. Un acto de fe. Uno más: toda su vida lo fue. Desde que dejó Mendoza soñaba con un teatro propio. Una bomba en la Dictadura había volado el teatro TNT en el que ella actuaba. La bomba mató a un compañero, pero dejó intactas las ilusiones de esa mendocina que llegó a Buenos Aires en 1981.
Patricia Palmer (Instagram)
El refugio previo al taller mecánico reciclado fue una casa chorizo en Chile y Pichincha. Patricia alquiló unos años, hasta que la televisión multiplicó sus ingresos y le permitió ser propietaria de una sala. “Todo lo que ganaba lo ponía en el teatro. Algunos aman las joyas, otros los barcos. Mi lujo es el teatro”, explica angustiada por el cierre de su espacio teatral en pandemia. “Está en peligro. La bajada de protocolo para las salas independientes es confusa y costosa. Las salas del off son diferentes, y entiendo que sea difícil para las autoridades avalar una apertura en un sótano o una terraza. Yo recibí un subsidio que me sirve para pagar la luz y algún otro impuesto, pero no sé si hay luz al final del túnel”.
-¿Podés imaginar la vida sin tu teatro?
-Quisieron comprarme el lugar mil veces para hacer edificios, pero no puedo imaginarlo. Te da dos mangos, da pérdida, pero no se trata de lo económico. Durante la pandemia di cursos por Zoom a gente del exterior, escribí, no puedo quejarme, pero no sé cómo sigue el Taller del ángel. Por ejemplo: yo tengo seis aires acondicionados y no se podría usar ninguno. El tema es bastante más complejo de lo que parece. Se necesitaría una remodelación arquitectónica. En mi teatro funciona Celebrarte, una compañía de ópera. Todo está parado. Estos meses dicté un seminario sobre Shakespeare y hay un dato que estremece: en una de las pestes, la negra, los teatros estuvieron siete años cerrados. Después se apeló al teatro callejero.
-¿Cómo fue esa increíble historia de transformar un taller mecánico en uno artístico?
-Lo que uno ve con claridad aunque todavía no exista, está flotando en el universo, esperando las coordenadas. Lo mío fue a pulmón. Yo venía del TNT, entré a ese teatro a los 15, hice de todo, barrí, actué. Siempre soñé con mi salita para poder exhibir los materiales que quería, míos o ajenos. Ya en Buenos Aires, al principio alquilaba. Hasta que nos mudamos: las paredes sucias y fuimos en grupo a quitar esa grasa. Yo misma rasqueteaba. Lo nombré “taller” porque considero que allí se van a buscar herramientas.
Patricia Palmer
-¿Recordás la “piedra fundacional” que hizo que ese espacio dejara de parecer un taller mecánico?
-La piedra fundacional fue el escenario, artesanal, a 20 centímetros de altura. Planchas de madera aglomerada, pintamos de negro esas planchas. Trabajamos con gente que hoy está haciendo teatro en Eslovenia, en Australia. Después se llamó a un arquitecto para que acondicionara de acuerdo al pedido municipal. El gran objetivo era no depender de un productor, de un canal.
-¿Sentís que implementaste algo de esa experiencia hospitalaria en tu profesión?
-Eso me ayudó a construirme como persona. Algo así te sensibiliza de más, por eso no quise repetir y mandar a mi hija a hacerlo, como hizo mi padre conmigo. Fue muy doloroso y soy de las que piensan que el show no debe continuar. Que lo que debe continuar son los hospitales. Yo no había visto la imagen de la muerte hasta que tuve que ver un bebé morado. Cuando sos tan chica, esa realidad te sacude, te despierta, pero también te une, se armaba un grupo de una fraternidad grande.
Patricia Palmer (Instagram)
Palmada -su verdadero apellido antes de que Alejandro Doria le sugiriera el artístico- cumplirá en marzo 40 años desde que puso un pie en Retiro, con su hija en un brazo y la valija en el otro. Traía una formación lograda en el Conservatorio en la Universidad de Cuyo y el recuerdo de un matrimonio fugaz, un amor que se había iniciado por carta. La escuela de Agustín Alezzo terminó de encender toda esa otra pasión que arrastraba.
Los especiales de ATC, con Alejandro Doria, fueron su puerta de entrada a la TV y el primer contrato lo consiguió con la telenovela Un latido distinto, en 1981. Surfeó olas de popularidad y escaló hasta convertirse en Directora artística de Canal 9, con Alejandro Romay como jefe. En sus descansos de la pantalla, se recibió de psicóloga social. También escribió para México y desechó la oferta de trasladarse al Distrito Federal para trabajar en Televisa y TV Azteca.
Con la pesadilla del coronavirus, Patricia vio amputado su sueño de debutar en España junto a Osmar Núñez en Telémaco, en el Teatro de la Abadía. Había viajado a Madrid en febrero, había ensayado, había celebrado con compañeros. No llegó a estrenar y el mundo se detuvo. Tampoco pudo reestrenar Golpes a mi puerta, en el Celcit. Con su templo cerrado, apeló al movimiento en otra sala. El 22 de enero debutará con Radojka, en el Picadilly, junto a Cecilia Dopazo, dirigidas por Diego Rinaldi. En simultáneo, trabaja sobre un material propio, Se necesitan mujeres que sepan esperar, una obra feminista, después de Mujeres que cocinan con huevos, su anterior pieza. “Uso el humor como vehículo amable para poder digerir ese tema y sin levantar el dedo. El teatro tiene que mostrar para provocar, no para adoctrinar”.
La mujer que pasó dos meses en la selva brasileña y se recibió de instructora de yoga se ríe de aquellos tiempos de fama a costa de puro melodrama (Sin marido, Dulce Ana, Los ángeles no lloran) o de tiras fantásticas como Regalo del cielo. “Tuve mucho rating, fui protagonista y nunca me la creí. Ese primer vínculo hospitalario me sirvió para siempre. Tal vez las cosas te duelan más, pero también las disfruté más. Me parece cómico ver a un divo o a una diva. Somos todos granitos de arena, vomitamos igual, hacemos las necesidades igual y nos vamos a morir igual. Si te creés otra cosa, estás perdiendo el tiempo”.
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