Estoy todo el día en estado de alerta para evitar que sus enojos terminen en situaciones peligrosas, absorbiendo gritos, insultos y golpes a cada rato. Cuando me acerco a él, dice:
“¡Déjame en paz, maldita!”.
Las crisis se suceden unas a otras, porque no puede abrir un frasco, porque le cuesta ponerse el pantalón, porque se le escapa la naranja que va a cortar. Entro por cuarta vez al baño para decirle que se apure, que su hermano también se tiene que bañar. El agua está corriendo pero él sigue parado al lado de la ducha, sin mojarse. Habla en voz alta: “Tengo una mamá malvada pero yo voy a ganar”.
A esta altura del día estoy agotada. Le pido que se bañe y me vuelve a gritar. En un segundo, como un volcán en erupción, mi impotencia crece tanto que levanto la mano y le pego una cachetada en la cabeza, después otra. Él se agacha y le pego otra vez. Siento como si un animal salvaje hubiera salido de adentro mío. Paro. El monstruo me da asco pero de nuevo ya no soy yo, lo saco de la ducha agarrándolo del brazo y lo llevo a su cama. Me mira con cara de odio y empieza a tirarme patadas.
Momentos. Los había calmos, como este, y otros en que se decían palabras muy duras.
Guido entra, al ver la escena sale corriendo hacia mi cuarto y se tira a llorar en mi cama. Voy detrás de él y lo abrazo. Volvemos juntos al cuarto, les digo lo mal que me siento por lo que hice y llorando les pido que me perdonen.
Unos minutos más tarde la rutina continúa, mientras pongo la mesa me pregunto cómo llegue hasta acá. Mi mente se apresura a mostrarme los últimos años de nuestra vida antes de que los llame a cenar.
Empieza cuando Lucas tenía tres. Es nuestra primera visita al neurólogo y yo entro con la esperanza de que el médico diga que la directora del jardín exageró sobre las conductas atípicas, que su falta de lenguaje es culpa de la vida nómade de bailarines de tango que abandonamos hace solo unos meses, y que los berrinches constantes son a causa del hermanito que acaba de nacer. Pero él en cambio, pide una batería de estudios.
Cuando volvemos con los resultados nos dice que neurológicamente está bien, que podría tratarse de un retraso en la comunicación pero que es muy temprano para diagnósticos.
Nos indica diferentes terapias para estimular su desarrollo y nos sugiere tramitar el certificado de discapacidad con el diagnóstico TGD (trastorno generalizado del desarrollo) en función de que la obra social nos cubra esos tratamientos.
Por último nos dice que su hermanito, es lo mejor que le pudo pasar en la vida.
Como pareja la noticia nos cae como un balde de agua fría y es el detonante perfecto para hacer explotar lo que ya no funcionaba entre nosotros, nos dedicamos a echarnos culpas y en poco tiempo nos separamos.
Empiezo mi peregrinaje por fonoaudiólogos, musicoterapeutas, psicólogos, psiquiatras e integradores escolares.
Agustina Videla con sus hijos Lucas y Guido.
Mientras tanto Lucas crece y logramos avances, deja los pañales a los cuatro y empieza a hablar a los cinco pero su irritabilidad, conductas desafiantes y agresividad, no disminuyen.
Su psiquiatra dice que no tiene nada y ante la ausencia de un diagnóstico pienso que el problema está en cómo lo educo. Decido ser más estricta disciplinándolo a fuerza de penitencias y retos. Pero este estilo de crianza lo empeora todo y en poco tiempo me encuentro poniéndome tan agresiva como él.
Secretamente espero que algún profesional prestigioso me devuelva al hijo que imagino tener; el que logra los objetivos esperados en su desarrollo, es inteligente, y le va bien en la escuela. Espero que me revelen una solución mágica para que Lucas ya no sea diferente, no tenga problemas con sus emociones, ni con su conducta, ni con su aprendizaje.
Busco incansablemente que lo estimulen, lo calmen y lo curen.
La pregunta que me hago y que me hacen todos es: ¿Qué tiene?
Lucas ya cumplió ocho años y necesito encontrar una respuesta.
Con las cachetadas que le acabo de dar esta noche crucé un límite, me doy cuenta que estoy desbordada. Decido buscar al mejor instituto neurológico para que me ayuden. Logro silenciar mi mente por un rato y los llamo a cenar.
El esperado diagnóstico llega luego de varias semanas de diferentes test: Trastorno del espectro autista.
Escuchar que Lucas tiene una patología me hace aceptar que sus diferencias no van a desaparecer por arte de magia y a la vez me libera del peso de ser una mala madre por tener un chico agresivo e impulsivo.
Cinco años después de la primera visita al médico cierro un camino de incertidumbre pero en el mismo momento me doy cuenta que otro camino se acaba de abrir. Uno donde tengo que darle sentido a este diagnóstico que no entiendo y donde tengo que reconciliarme con mi hijo.
La psiquiatra me dice que “Lucas necesita de todo”. Comenzamos un tratamiento intensivo: terapia ocupacional, musicoterapia, terapia del lenguaje, entre otras.
El instituto queda a cuarenta minutos de distancia. La sola coordinación de llegar a horario, de que no nos hagan esperar y que él esté dispuesto, es compleja y frágil. Para cumplir con esa agenda de actividades pasamos casi todos los días corriendo desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. Llega un punto en que puedo ver que mi relación con él se reduce a vestirlo, sacarlo de casa, sentarme en la sala de espera, volver a subirlo al colectivo, darle de comer y llevarlo a la escuela. Estamos toda la mañana juntos y sin embargo no compartimos un solo momento agradable. El ritmo que impone la agenda de terapias aumenta mi estrés y se traduce en la manera en que me relaciono con él.
Una frase de un libro me empodera: “La vida de un niño es como una calesita, los profesionales se suben por una vuelta, pero los padres están allí toda la vida”.
Decido investigar todo lo que me ayude a entender sus dificultades socio-emocionales.
Empiezo desde el principio, ¿cuáles son los criterios diagnósticos y cómo se llega a ellos?, ¿dónde está la frontera entre la normalidad y el trastorno?, ¿cuál es el objetivo de cada terapia? Escribo lo que aprendo, como atesorando mis descubrimientos para poder compartirlos y así empieza a gestarse un libro. A los capítulos cargados de citas se intercalan los diarios de situaciones, que como una forma de catarsis nocturna, escribo cotidianamente.
Las lecturas me dan herramientas para analizar el enfoque de las terapias y sus objetivos.
Me doy cuenta de que nuestra vida gira alrededor del espacio terapéutico y no a la inversa.
Su psiquiatra me explica que los tratamientos son así: “como cuando te compras ropa, hay talles pero no son hechos a medida”.
Después de un año veo que Lucas se sigue resistiendo a las terapias y estas le generan aún más conductas disruptivas.
Con muchas incertidumbres abandono el tratamiento, solo tengo una certeza: quiero diseñar un traje a medida de mi hijo.
Mi prioridad es conocer a Lucas, ¿quién es?, ¿qué le gusta?, ¿que lo irrita? La observación es primordial y mindfulness me enseña a separar mis interpretaciones de su conducta. La intolerancia y agresividad no son una elección.
Mi ex marido se enferma de cáncer y después de un año de tratamientos sin resultados, fallece. Tengo que acompañar a mis hijos. Soy directora artística de un espectáculo de tango que está a punto de realizar una gira a Estados Unidos para la que trabajé varios años, pero prefiero suspender el proyecto.
Cursos de mindfulness y el profesorado de yoga me dan nuevas herramientas para estar presente junto a ellos.
“Hay que elegir las batallas”, elijo la mía, la escuela. Decido enfocarme en que pueda conectarse con los demás, en que haga amigos.
Lucas está en cuarto grado pero no conozco el nombre de ninguno de sus compañeros. Tomo conciencia de que sus conductas me dan vergüenza y que hace mucho que me autoexcluyo. Me propongo conocer a las familias de los niños que comparten los días con él, contarles quién es y darles herramientas para que lo entiendan.
Junto a la directora y docentes trabajo intensamente para crear estrategias y adaptaciones que le permitan acceder a la educación y, sobre todo, que lo hagan sentirse parte de un grupo. Me involucro en mejorar el clima emocional de la escuela dando talleres de yoga y meditación para varios grados. Los chicos reflexionan sobre cómo las emociones afectan los comportamientos y de qué manera podemos ser más comprensivos con nosotros mismos y con los demás. Rápidamente son ellos los mejores integradores del planeta.
Sumo talleres en casa que comparte con su familia y amigos. Las actividades ahora giran alrededor de sus posibilidades y sus tiempos. Mi casa se transforma en un lugar de encuentro para sus compañeros.
Con creatividad y paciencia, de la mano de muchas personas empáticas transformamos el paisaje de Lucas para que pueda abrir sus ventanas.
Otro año transcurre y los progresos son emocionantes, sin embargo varios acontecimientos impactan nuestra realidad, disminuye mi dedicación al retomar mi proyecto artístico y se cumple el primer aniversario de la muerte de su papá. Sus cambios anímicos constantes lo llevan a conductas agresivas y las herramientas que aprendí ya no alcanzan. Su permanencia en la escuela está en peligro.
A pesar de todas las estrategias educativas y de haber creado un vínculo profundo con sus compañeros, la institución ya no lo recibe.
Una vez más la experiencia me lleva a replantearme conceptos que nunca puse en duda: ¿Los niños deben llegar a los mismos objetivos académicos en el mismo momento? ¿Cuáles son los valores que celebra el sistema educativo? ¿Los niños que no se adaptan deben considerarse personas con patologías?
Había elegido la batalla de integrarlo a la escuela y la perdí.
Después de cerrar la puerta de la escolarización común tengo que volver a cambiar de rumbo. Comienzo el proceso para derivar a Lucas a una escuela pública de educación especial mientras busco propuestas educativas alternativas. Descubro Proyecto C, un espacio educativo no formal que acompaña en forma complementaria los procesos de aprendizaje desde una perspectiva integral y nos sumamos a este proyecto dirigido por Germán Doin.
Empiezo a escribir el último capítulo del libro: Evolución.
Tengo que repensarme una vez más. Mientras busco fuerzas no puedo evitar pensar en lo que cada día le digo a Lucas. La nube negra que me cubre va a pasar. Mis emociones son pasajeras y puedo observarlas sin hundirme en ellas.
Este camino me replanteó paradigmas que creía incuestionables.
Todo lo que pensé que necesitaba Lucas: paciencia, flexibilidad, perspectiva, empatía, tolerancia a la frustración, es lo que yo tenía que aprender.
Observé que la única constante es el cambio. No solo en él, sino también en mí.
Este niño que me costó tanto asumir se convirtió en mi mayor fuente de aprendizaje.
Entendí que a las fronteras las dibujamos nosotros y que los límites son paredes que podemos romper con nuestra creatividad.
Que talentos y desafíos tenemos todos y que cuando a alguien le falta un paso para llegar, nosotros podemos darlo hacia él para encontrarlo.
Creí estar escribiendo un libro sobre las dificultades de mi hijo hasta que tomé conciencia de las mías. Tal vez, este solo descubrimiento me permita acompañarlo mejor en su recorrido, que es tan único, como el de cada uno de nosotros.
Diez años después de esa primera visita al médico, entiendo porque su hermano es lo mejor que le pudo pasar. Lucas da vueltas en redondo mientras habla y gesticula solo, profundamente conectado con su imaginación. Guido ya le propuso jugar a todo pero a Lucas no le interesa. Sin éxito lo observa silencioso. Después de un rato se para emocionado y sonriente para decirle: ¿Ya sé, y si jugamos a lo que estás pensando? Lucas se queda desconcertado por unos segundos y finalmente le responde: Está bien, pero vos solo tenés el poder de detener el tiempo, yo me quedo con el de cambiar la realidad.
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Desde su infancia, Agustina Videla, disfruta de la literatura y la danza. A partir de la adolescencia se dedica al tango. El baile le permitió descubrir personas, ciudades y culturas. Pensaba tener una vida creativa y vertiginosa hasta que, llegando a los 30, se convirtió en madre y empezó su verdadera aventura. Se animó a escribir el libro “Único, del autismo a la neurodiversidad. Aprendizajes de una madre” por tres razones bien distintas. La primera fue una cuestión de supervivencia: tenía que repensarse o no llegaba al final del día. La segunda, una necesidad práctica: resumirle su historia a los tantos terapeutas que seguirá conociendo el resto de su vida. La tercera, un sentimiento de responsabilidad: quería que su recorrido fuera útil, sabiendo que hay muchas familias transitando caminos similares y necesitando sentirse acompañadas.
@unicoaprendizajesdeunamadre
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