Club Libertad de Sunchales, Santa Fe, década del sesenta. En la pileta hay una sirenita que es una oda al movimiento. La llaman Mimí, nada en todos los estilos y profundidades
y con cada repetición va sanando sus escamas. Una brazada, la magia del agua que se rompe y los límites que se esfuman. Adentro está a salvo, afuera la espera un hogar violento.
El cloro impregnado en la piel, el juego de los pulmones que se vacían y se vuelven a llenar, las medallas y los trofeos acumulados en las repisas. De todo eso se acuerda Mimí Ardú hoy, que está a punto de filmar la película Humo bajo el agua. La natación fue, tal vez, su primera clase de teatro, la piscina como escenario donde ganar confianza, flotar, romper las cadenas del cuerpo y del pensamiento.
“Aprendí a nadar a los cinco, a los ocho recibí el primer premio. Todo está documentado hoy en el museo del club. Yo era una nena color carbón de tanto sol. Fuera de mi casa la vida era maravillosa”, cuenta a los 65. “Me anotaba en todo lo que podía. A los 15 me recibí de profesora de piano. Jugué también al fútbol, integré el primer equipo femenino de Santa Fe. Todo tuvo que ver con mi instinto de preservación. Tengo una sensibilidad pavorosa y con eso lucho: con mi historia y con todo lo que tengo adentro”.
Regreso al cine y nueva vida. Mimí Ardú, después de la tormenta. (Foto: Emmanuel Fernández).
Dos años de Psicología, un empleo en el Banco Nación, otro como radióloga, la biografía de Mimí está plagada de mutaciones. Nació en Río Cuarto, fue bautizada en Catamarca, creció en Sunchales, criada por un padre violento y una madre depresiva. La maestra Hilda arrimó otra tabla salvadora cuando la empujó al debut actoral. Para una fiesta de fin de curso, la chica que veía el programa La tuerca en su aparatoso televisor blanco y negro preparó un sketch y el patio del colegio de monjas se volvió un lugar casi tan placentero como una piscina.
Durante la adolescencia de Mimí la familia decidió una mudanza a Buenos Aires. La chica cursó sus últimos años de secundaria en el Liceo 12 de Caballito, rumbeó hacia la psicología, pero el maestro Carlos Gandolfo le marcó otro camino posible. Primero fue su dirigida, después su alumna. En 1981 él la eligió para la obra Lo que mata es la humedad y la universidad fue reemplazada por las tablas.
Su gran rol cinematográfico llegó cuando planeaba una vida en Costa Rica. Corría enero de 2002, embalaba sus trastos para la mudanza, cuando sonó el teléfono fijo. Un amigo periodista le advertía sobre un casting para una película de Pablo Trapero. Se presentó y supo que el sueño de América Central quedaría sepultado: “Bienvenida a la bonaerense”, le dijo el director a punto de filmar El Bonaerense.
Por ese personaje de instructora de policía que cambió la mirada de varios críticos, espectadores y productores, Héctor Babenco la convocó para filmar junto a Gael García Bernal (El pasado). Atrás quedaba el perfil sexy de alguna película de Gerardo Sofovich (Las muñecas que hacen ¡pum!) o el teatro de revista. Hoy atesora un único Martín Fierro como mejor actriz de reparto por la miniserie Hospital público (2003) y se enorgullece de aquella convocatoria de José María Muscari para mostrarse en carne viva con La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.
Mimí Ardú en “El bonaerense”
La mujer enigmática -que se niega a “viralizar” su nombre real- vive sola. “Conviví con una pareja apenas dos años y medio”, confiesa. “Creo que soy fóbica, pero no lo digo en voz alta”, se ríe. Su gran amor fue Miguel Marín, el ex arquero de Vélez Sarsfield, a quien conoció en México. “Yo estaba en pareja con un mexicano y un día, después de cuatro años, terminamos de cenar y le dije: ‘Yo te quiero, pero no te amo’. A él le pasaba parecido, salimos de ahí y nos fuimos a un local de tango a buscar a un amigo. Entonces vi a Miguel y sentí taquicardia”.
Después del flechazo, la consolidación del vínculo y los planes de agrandar la familia, se trasladaron de Toluca a Querétaro. Allí Marín sufrió un infarto fulminante y el alma de Mimí quedó “dinamitada”. A su regreso a la Argentina, semanas después en 1992, ya tenía trabajo. La esperaba la telenovela Antonella, protagonizada por Andrea del Boca y Gustavo Bermúdez y dirigida por Nicolás Del Boca. A medida que la aguja del rating subía, la tristeza de Ardú trepaba más alto.
-¿Cómo fue vivir uno de tus mejores momentos televisivos en medio del dolor, cómo lograbas disfrazarlo?
-Despertarme era un calvario. Me daban antidepresivos y pastillas para dormir. Tenía deseos de borrarme. Me ayudaron los Del Boca, los demás compañeros de trabajo. Me subía a un taxi y el tachero me decía: ‘¿Cómo sigue el personaje de Raquel?’. Yo lloraba, recién ahora puedo tener fotos de Miguel en mi celular. Siento que puse al servicio del personaje todo el dolor que estaba sintiendo. Libraba una batalla interna cada día y el público no lo sabía.
Mimí Ardú cuando ganó el Martín Fierro en 2003. (Archivo Clarín).
-Elegiste el camino del bajo perfil…
-Sí, yo no me presto a los programas de televisión que podrían hacer de eso que viví sangre. Todo forma parte de mi capital y lo uso a la hora de actuar. No me muero por estar en el medio. Si me bajan el pulgar mañana, estoy feliz. Tengo una vida hiper-austera. La única 4×4 que conozco es mi casa, las medidas de mi departamento en Balvanera (se ríe). Creo en mí, no tengo amuletos. Me veo sola y digo “qué fortaleza tuviste”.
-¿Y de dónde creés que sale esa fortaleza?
-Pude sacar del camino a la gente que creía conectada desde el amor. Como tuve un hogar enfermo, tengo una violenta en pie de guerra, con la que me tengo que enfrentar todo el tiempo. Conecto con la vida desde la actuación. La vida me encuentra con una linda ilusión ahora, trabajar junto a Mariano Martínez en la película Humo bajo el agua, de Fabio Junco y Julio Midú. De solo pensar que voy a volver a escuchar las palabras mágicas “luz, cámara, acción”, me elevo a otro mundo. No tengo parejas, ni mascota, ni hijos. Los personajes son mis hijos.
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