Por
José Siaba Serrate
Economista
La decisión se tomó. El plan económico del Presidente Biden es una movilización gigantesca de recursos a descargar en una ofensiva relámpago. Su
corazón es un paquete fiscal de 1,9 billones de dólares (casi 9 puntos de PBI) que se derramará sobre una economía que no está en crisis, aunque tampoco exenta de un futuro cuesta arriba. Será llovido sobre mojado, combustible a discreción para un motor en marcha que debe rugir a pleno antes de siquiera pensar en retacearle estímulo, como sucedió en la salida de la Gran Recesión de 2008/2009 (y tantos dolores de cabeza produjo). Las Bidenomics acelerarán a fondo con la obsesión de recortar el desempleo en línea recta. ¿Y las curvas del camino? Se tomarán a gran velocidad. El Tesoro y la FED confían en la inercia desinflacionaria de las últimas dos décadas. Y de morder la banquina, en la credibilidad del régimen monetario (que ahora están modificando) y sus expectativas de inflación muy bien ancladas. ¿Se puede crecer a tasas chinas y no perecer en el intento? Wall Street en récords dice que sí, pero por momentos titubea.
Con Donald Trump en la Casa Blanca, la política fiscal desembolsó ya 4 billones de dólares, incluyendo un programa de 900 mil millones aprobado en diciembre que neutralizó el impacto de la segunda ola de Covid (que en Europa habría provocado una recaída técnica en la recesión). ¿A qué aspira Biden con su recarga? A darle un empujón sustancial a la economía que no sólo la retire de la zona de peligro sino la devuelva a la senda de crecimiento en pleno empleo por la que transitaba antes de la irrupción del Covid. Es un salto, a desplegarse antes de fin de año, que supone una velocidad de expansión en torno a los dos dígitos por los próximos seis meses. Así, en 2021, EEUU crecería más que China (quizás 1,5/2 puntos más que la proyección revisada de 6,5% que publicó la OCDE).
No se discute la potencia de los estímulos
La política económica ataca en múltiples frentes. La artillería fiscal es el arma más poderosa, no la única. La política monetaria de tasa cero y expansión cuantitativa es un aliado crucial para que pueda desplegarse a pleno. El año pasado, la FED adoptó un nuevo enfoque flexible de metas de inflación promedio. Mantiene sus objetivos – pleno empleo y precios estables – pero levantó los viejos límites estrictos de velocidad. Es que desde que la institución abrazó las metas de inflación en 2012 nunca logró satisfacer el blanco de 2%. Se quedó corta una y otra vez. Con el nuevo guión, lo puede compensar con una inflación que exceda la meta de largo plazo “por algún tiempo”, y luego converja a 2%. La teoría es simple, la praxis puede complicarse. ¿Cómo saber que una inflación rampante regresará al redil de 2% en vez de gravitar hacia lecturas más elevadas?
Nadie duda de que la economía pueda crecer a tasas chinas (más con una vacunación masiva que derrumbe las restricciones a la movilidad), o la inflación ganar altura desde su nivel actual de 1,5%. La incertidumbre no es el punto de partida, sino el epílogo. Por empezar, el estímulo es el doble que la brecha oficial de desempleo. En septiembre, el producto bruto habrá recuperado todo el bajón de actividad causado por la pandemia y se colocaría un escalón por encima de la tendencia (pre-covid) de largo plazo. Está bien, los 9,5 millones de empleos que se perdieron en la comparación con febrero de 2020 (y los que el crecimiento vegetativo habría sumado) no se recuperarán pronto. No antes de 2022. Y son la prioridad. Claro que si el estímulo provoca cuellos de botella (aún con desempleo en el mercado laboral) y la economía recalienta, el resultado será una mezcla de crecimiento real acotado y redobladas presiones de costos y precios, que ya se insinúan. Téngase en cuenta que la política fiscal desembolsó 4 billones de dólares y no todos se gastaron. Se estima que los hogares acumulan ahorros precautorios por 1,5 billones de dólares que podrían volcarse a un consumo tardío en un contexto de bonanza y control de la pandemia. De ser así, obrarían a manera de otro super-paquete de estímulo. La confluencia de ambos gatillaría un desborde. “Esos riesgos existen”, reconoció Janet Yellen, el cerebro de la operación y quien conduce los destinos del Tesoro (y timoneó la FED antes de Powell). Pero el peligro principal es “no hacer nada”. Corolario: se pondrá toda la carne en el asador. Si la inflación se dispara, una materia que Yellen conoce bien, “tenemos las herramientas para combatirla”.
¿Qué se perfila detrás de la suba de tasas de interés que sacudió a los mercados en las últimas semanas? ¿Una primera discrepancia? Las tasas largas – a 10 y 30 años – son muy bajas todavía, pero treparon con firmeza. Entre puntas, el último mes y medio, dieron un salto de medio punto a un máximo de 1,61%. ¿Es un adelanto de la zozobra por venir? Si se disecciona el avance, la credibilidad de la FED no está en la picota. Subieron las tasas reales (que eran ampliamente negativas y comienzan a descontar una economía robusta) y se plancharon las expectativas de inflación (en línea con la meta de 2%). En un plazo intermedio, en torno a cinco años, las expectativas de inflación sí se empinaron, hasta 2,5%, pero a modo de un repunte temporario (o sea, conforme el libreto de la FED). A cinco años vista, su lectura declina a 2%. ¿Está todo bajo control? Sí, pero el experimento Biden-Yellen recién se acomoda en las gateras. Cuando empiece la función, el mega-paquete comience a ser gastado, y fluyan los resultados concretos, allí se desplegará el verdadero examen de estrés. ¿Las tasas chinas serán sólo de crecimiento, o también de inflación? Con que la tasa real de interés a diez años dejase de ser negativa la tasa nominal superaría 2%. Si los aumentos de costos que hoy rigen por doquier se trasladan a los precios finales, como sugiere una evidencia todavía anecdótica, y la inflación se despereza de golpe, las tasas nominales se elevarían todavía más, aunque no se lesionara la confianza de fondo en la estabilidad de precios. Todos los planes de infraestructura de los presidentes estadounidenses, desde Clinton hasta Trump inclusive, nunca pasaron de ser promesas de campaña porque la amenaza de un mercado de bonos arisco fue siempre una barrera más formidable que los beneficios publicitados. ¿Cómo evitar que las tasas largas se ericen, por las razones correctas o por mera aversión al riesgo, y allí naufrague buena parte de la potencia del estímulo? Las economías emergentes, los primeros que pueden sucumbir si colisiona el intento, ya sintieron los efectos de su castigo, el “crowding out”. Bastó la incipiente remontada de tasas para desatar una huida de capitales. Que la FED mantenga sus tasas en cero hasta 2023 no frenará a las tasas largas. ¿Hay antídoto a mano? Powell no quiso contestar, la respuesta es obvia. La política económica no se jugará el todo por el todo para frustrarse ante una zancadilla. El BCE, otra víctima colateral, ya señaló que comprará más bonos si hace falta. La FED aplanará la curva de bonos si su pendiente es el obstáculo. Fijará un rango también para las tasas de diez años. Nada muy distinto del control de la curva que hace el Banco de Japón (sin necesidad de intervención). Funcionará si la credibilidad no se astilla. Y si la economía tiene la plasticidad que las estadísticas no muestran y Yellen da por sentada.
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