En dos despachos oficiales transcurrieron ayer, tal vez en forma simultánea, estas dos escenas. En uno, vía zoom, el Presidente Alberto Fernández y el ministro de Economía Martín Guzmán intentaban seducir a
importantes fondos de inversión para que “posen su mirada sobre la Argentina”. Los interlocutores que escucharon desde distintos puntos del mundo a Fernández y a Guzmán manejan activos por cientos de miles de millones de dólares. Por alguna razón más que entendible, hoy dudan en poner una millonésima parte de esos dólares en esta tierra de oportunidades.
En otro despacho oficial, en la secretaría de comercio interior que conduce Paula Español, se le dieron ayer las puntadas finales a la resolución que crea el Sistema Informativo para la Implementación de Políticas de Reactivación Económica (SIPRE), con el cual los funcionarios de esa dependencia pretenden concentrar información sensible de las empresas, como ventas, compras, stocks, precios.
Párrafo aparte, la devoción por las siglas grandilocuentes, que prometen un futuro de eficiencia que rara vez se comprueba en los hechos.
Lo cierto es que la aspiración a un “excel total” se complementa con la pretensión de querer conocer toda la estructura de costos de las empresas, y se redondea con la intención de la AFIP de saber por anticipado la planificación fiscal de las compañías, exigencia que está siendo recurrida judicialmente por varias compañías.
Las decisiones de Comercio Interior son, si se quiere, lógicas, en una economía donde las empresas tienen que pedir permiso para tocar un precio. Y aunque no lo digan explícitamente, son la derivación del pensamiento imperante en el Gobierno: la inflación -raíz de estas iniciativas- es más culpa de las empresas que de las decisiones económicas.
El ministro Martín Guzmán intentó diluir esta idea-fuerza, argumentando que la inflación es multicausal aunque resolverla es “responsabilidad de todos”. Es una idea con la que una parte importante del Frente de Todos que no está de acuerdo.
Es la parte de la alianza gobernante que se mueve cómoda en el abanico que va de pensar que exportar alimentos es una maldición hasta los que disfrutan ponerse pecheras para fotografiarse mirando precios en las góndolas de los supermercados.
A tal acción, tal reacción. Los capitales extranjeros hace rato que se olvidaron de la Argentina. Clarín publicó hace unas semanas la evolución de la inversión extranjera directa en la Argentina, en base a los informes periódicos de la CEPAL. Se ve claramente que del 25 al 30% que a fines del siglo pasado captaba la Argentina del total de dólares que entraban a la región, hoy está en menos del 5%.
Por otra parte, los funcionarios de Comercio Interior saben que recibirán información sensible y prometen confidencialidad. La palabra confidencialidad viene más devaluada que el peso. En los últimos tiempos aparecieron listas diversas con información que no debió hacerse pública: de personas que entraron al blanqueo de capitales, de empresas que compraron dólares, de inversores que hicieron operaciones de dólar futuro, de contribuyentes que adhirieron a tal o cual moratoria.
Por eso la coincidencia de las dos escenas contadas al principio es, ante todo, contradictoria. Se busca atraer inversiones, pero aquellos que se animen a hacerlo tienen que estar dispuestos a que en algún momento se les impida comprar divisas o girar las utilidades al exterior -alguno los señalará como “fugadores” de capitales- o que les impidan tocar sus precios o, se ve en estos días, se les modifiquen las alícuotas de determinados impuestos.
Es difícil seducir y combatir al capital al mismo tiempo
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