Los datos correspondientes al segundo semestre de 2020 recientemente publicados por el INDEC indican que el país mantiene niveles de pobreza monetaria muy elevadas, agravadas por las implicancias de la pandemia
en grados que requieren soluciones urgentes. Las cifras reconfirman a su vez, que la niñez y la adolescencia siguen siendo afectadas de manera más profunda.
Mientras que durante la segunda mitad del año anterior el 42% de la población en general contó con ingresos inferiores a los de la línea de pobreza, el 57,7% de los niños, niñas y adolescentes de entre 0 y 14 años de edad sufrieron esta situación (los datos publicados no permiten analizar a la niñez en su conjunto hasta los 18 años). Los otros grupos etarios son menos castigados en relación con esta problemática, destacándose la situación de los/as adultos/as mayores, donde los afectados por la pobreza representan al 11,9% del total de personas con 65 años o más. Ello implica que de cada 100 personas que viven con ingresos inferiores a los que define la línea de pobreza en el país, solo 3,2 son adultos/as mayores y 32,3 se encuentran atravesando la niñez con hasta 14 años de edad.
Es importante reconocer el rol que las políticas públicas ejercen en la mitigación de la pobreza en todos los grupos etarios, y el esfuerzo adicional realizado durante 2020 a través de las respuestas del Estado diseñadas en programas de protección de ingresos, tales como el Ingresos Familiar de Emergencia (IFE), el Programa ATP, y los refuerzos implementados para jubilaciones y pensiones, la AUH y la Tarjeta Alimentaria entre otros.
Analizando la composición del gasto público consolidado de los tres niveles de gobierno, los datos publicados por el Ministerio de Economía de la Nación y UNICEF permiten estimar que el Estado destina alrededor de un 20% de sus erogaciones a políticas dirigidas a la niñez, que representa más del 30% del total de la población.
Por el contrario, si se considera sólo el financiamiento correspondiente a las jubilaciones y pensiones en sus diferentes sistemas (equivalentes a 10,7% del PIB), más los recursos invertidos en el PAMI, puede estimarse que se destina cerca de un 30% del gasto público para hacer frente a la protección social de los adultos mayores que representan sólo un 11% de la población total.
Llevado a datos de 2020, esto implica que los niños, niñas y adolescentes recibieron prestaciones por parte del Estado equivalentes a $146.000 para todo el año, mientras que la población de adultos/as mayores recibió una transferencia promedio de $626.000 anuales per cápita, cuadruplicando la cifra correspondiente a la niñez.
La comparación entre ambos grupos es imprecisa en primer lugar ya que por el lado de la niñez se está incluyendo a las políticas públicas de todas las funciones relacionadas con las prestaciones sociales, y en el caso de los adultos mayores, en cambio, se consideran solo las transferencias previsionales más el PAMI, subestimando la participación de este último grupo y la brecha entre ambos.
En el sentido contrario, debe contemplarse que una proporción importante de las jubilaciones y pensiones tienen carácter contributivo y en ese sentido pueden considerarse “una devolución” mediada por el Estado de los aportes realizados en sus épocas como trabajadores activos; pero de cualquier manera el régimen vigente incorpora una proporción importante de recursos no contributivos que provienen de rentas generales para su financiamiento, y dentro de las prestaciones previsionales solo 4 de cada 10 jubilaciones y pensiones se corresponden con el sistema contributivo dentro de las pautas establecidas por el régimen de reparto y las otras 6 son prestaciones alcanzadas a través de moratorias, planes de inclusión previsional, la pensión universal para el adulto mayor (PUAM) y otras pensiones no contributivas diseñadas para universalizar el acceso de esta franja de edad a las transferencias monetarias necesarias para la subsistencia.
Obviamente, no se trata de reducir las prestaciones orientadas a los adultos mayores que han permitido alcanzar los menores niveles de pobreza antes mencionados y, además en muchos casos, constituyen derechos adquiridos por parte de las personas en la etapa final de sus vidas. En cambio, es importante reconocer la menor priorización existente en relación con las generaciones más jóvenes, y construir consensos que permitan adecuar los sistemas y ampliar el espacio fiscal de manera sostenible para financiar políticas públicas (de salud, educación, protección de ingresos, etc.) que fortalezcan las posibilidades para el desarrollo económico y social, priorizando especialmente a las familias con niñas y niños en situación vulnerable.
(*) El autor es investigador IIEP BAIRES – UBA CONICET y es el director del Departamento de Economía de la FCE/UBA.