Bajo, elegante y astuto, el primer ministro llevaba 22 años en el cargo y tenía 25 más que su interlocutor. En el más absoluto de los secretos, alejados de las miradas
indiscretas de los periodistas, expresó cuál sería la máxima de la política exterior china en las próximas décadas. “Nosotros luchamos para que todos los países, grandes o pequeños, sean iguales… Para conseguir de verdad aflojar las tensiones en la escena internacional en un período de tiempo relativamente prolongado debemos establecer relaciones sobre la base de la igualdad. Y esto no es fácil”.
Cincuenta años después de que Zhou Enlai y Henry Kissinger pusieran la piedra angular sobre la que se edificó la relación bilateral que hoy es preponderante en el sistema internacional, el norte de China sigue siendo el mismo: ser tratada de igual a igual. Esa aspiración implica respeto por su integridad territorial que, según Beijing, incluye a Hong Kong y Taiwán, y más influencia en la elaboración de las reglas que moldean el orden internacional. Ese objetivo puede consumarse en una mesa de negociación como la de Kissinger y Enlai o fuera de ella.
El ascenso y la caída de las grandes potencias solo pueden entenderse en una escala de tiempo inmensa. Las señales de declive pasan muchas veces inadvertidas y no son dimensionadas en su momento. En el libro El declive y caída del Imperio Británico, el historiador Piers Brendon rastrea el inicio de la decadencia del Reino Unido en la victoria de George Washington en la Guerra de Independencia, en 1781, y extiende un extenso relato de derrotas, repliegues y decadencia hasta 1997, momento en que Londres devuelve la soberanía de Hong Kong a China. Paradójicamente, la primera señal de debilidad imperial británica fue exhibida ante Estados Unidos, su sucesor al frente del orden internacional, y su último repliegue se dio ante Beijing, que aspira ahora a tomar la posta de Washington.
Estados Unidos sufrió en los últimos veinte años tres episodios donde se vislumbraron destellos de los límites de su poder: los atentados del 11 de septiembre de 2001, que implicaron una grave crisis de seguridad –la primera en el continente desde el ataque y quema de la Casa Blanca en 1814–; la crisis financiera de 2008, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, y la crisis sanitaria provocada por la deficiente gestión de la pandemia en 2020. La primera tuvo como consecuencia la guerra contra el terror, mientras que la segunda acentuó el malestar con la globalización. Pese a que esos episodios exhibieron las costuras de un momento unipolar que duró apenas poco más de una década, la hegemonía global de Estados Unidos no fue entonces desafiada por un competidor estatal.
Esa hegemonía está ahora en disputa. China, el único retador geopolítico y económico con capacidades e intenciones de competir globalmente, aumentará su asertividad a medida que incremente su poder. De mínima, reclamará tener los mismos derechos y obligaciones que su competidor. Ante la colisión de intereses en Asia-Pacífico, prestigiosos académicos como Graham Allison y John Mearsheimer creen que la competencia puede culminar en una guerra.
Pero también puede haber un escenario intermedio, en el que China o un tercer actor, de una manera concreta, en un escenario geográfico específico, ponga a prueba el liderazgo estadounidense. ¿Tendrá Estados Unidos un “momento Suez”, en el que el león imperial quedará expuesto como un tigre de papel, como sucedió con el Reino Unido en 1956? Ambas hipótesis plantean otra pregunta más: ¿dónde será la confrontación? ¿Se tratará de Taiwán, la isla que, según el Partido Comunista Chino, forma parte indisoluble de una sola China y que alberga la estratégica fábrica de semiconductores TSMC?
Estados Unidos aún tiene muchas bazas en su poder, y las cartas no están echadas. El dólar es la moneda internacional más utilizada como unidad de medida, medio de cambio y reserva de valor. Washington triplica el gasto militar anual de Beijing. Y China afronta problemas demográficos, energéticos, y disputas de límites territoriales que la Casa Blanca no tiene.
Lo difícil para Estados Unidos es calibrar hasta qué punto llevará la competencia con un rival en ascenso. ¿Podrá sostenerla en cualquier punto del globo donde sea desafiado? ¿Qué límites a la confrontación ponen las empresas que hacen negocios de los dos lados del Pacífico? ¿Le conviene a EE.UU. una estrategia de confrontación rígida o impulsar un G2 que administre una coexistencia pacífica para evitar una guerra? ¿Cómo quedaría su primacía en Asia y el mundo si responde tibiamente ante un desafío de China o de un proxy?
Beijing cree que el tiempo está de su lado. Para entender la dimensión del tiempo que impera en la civilización milenaria, es útil volver a Kissinger. En su libro China revela un diálogo que mantuvo con Mao sobre Taiwán: “Si quieren devolvérmela ahora, diría que no, porque no es algo deseable. Dentro de cien años nos interesará y entonces lucharemos por recuperarla”. La sentencia sonaba descabellada aquel 21 de octubre de 1975, pero medio siglo después parece profética.
La historia no se repite, pero a veces rima. Estados Unidos necesita evitar un “momento Suez”. Y 2075 está cada vez más cerca.