Era de noche cuando entró esa llamada a mi habitación. Estaba en Honduras, en un hotel de San Pedro Sula y, ese año, 2019, se cumplía el décimo aniversario de aquella
primera visita cuando había tenido que escapar del país en medio de un golpe de Estado.
Era de noche, como dije, mi última noche antes de partir, ya que al día siguiente debía tomar un vuelo con destino a Panamá. Culminaba una serie de presentaciones literarias por distintos puntos del país y sin embargo debía seguir camino; por delante, me aguardaba una agenda de presentaciones en diez países de Latinoamérica, algo que ya había pactado con mi editorial.
Regresemos a la llamada.
La voz que oí a través del teléfono me desconcertó, tanto como un déjà vu, porque diez años atrás, también de noche y en un hotel en Honduras, una llamada desataba una suerte de eventos catastróficos que difícilmente llegaré a olvidar.
En 2009, recuerdo, fue luego de una llamada que me evacuaron de la habitación en plena madrugada, sin más explicaciones, para llevarme a una casa de la que nunca supe demasiado detalle y en donde debí pasar la noche. No pegué un ojo, lo juro, hasta que amaneció y regresaron para trasladarme a una pista en la que esperaba una avioneta —diminuta, algo cascada su pintura— que abordé, sí, ¡qué locura!, mientras una tormenta tropical envolvía los cielos de Tegucigalpa.
No comprendía demasiado lo que sucedía, pero todo tenía un porqué.
Distinto. Patricio Sturlese en la biblioteca donde fue la presentación en Lepaera, Honduras, cerca del límite con El Salvador y Guatemala. Un edificio que cuenta con el auspicio de Unicef
Primero, en Honduras estallaba la violencia en las calles y mi estadía, como podrán adivinar, se había vuelto inoportuna. Había llegado en el momento equivocado a presentar un libro mientras que el ejército y la policía se alzaban en armas. Segundo, los libreros temieron por mi seguridad —un secuestro, dijeron— y por ello orquestaron el operativo entre gallos y medias noches para sacarme del país. Terminé en El Salvador —país más cercano para la fuga—, aunque de camino la avioneta rompió un motor y se declaró en emergencia.
Pensaba que la situación ya era realmente muy mala hasta que empeoró. Con la explosión del motor mi ventanilla se bañó de aceite mientras que la tormenta, enorme, oscura, nos tragaba en las nubes con la voracidad de un monstruo. Y allí estuve de pronto, experimentando mi propia muerte.
¿Ustedes, acaso, saben qué se siente antes de morir en un accidente aéreo? Es intenso, créanme, muy intenso y abrumador. Doy fe de ello. Uno está atrapado en un fuselaje a la espera de ese espantoso momento. Y llegaba allí para presentar un libro. Mientras miraba por la ventanilla sucia supe, que todo, desde el inicio con esa llamada durante la noche, se había alineado perfectamente para cobrarse mi vida tras una secuencia de decisiones mal tomadas.
Por suerte no era mi hora; la Muerte me hizo sentir su presencia y luego se alejó. El motor largaba humo y llamas. Perdíamos altura. Pero lo que sucedió en esa avioneta es otra historia.
Volvamos al año 2019.
Habían pasado diez años y la voz que escuchaba a través del teléfono no pedía que armase el equipaje y abandonase el hotel; no avisaba, tampoco, que debía pasar la noche en una casa desconocida. Daba aviso de algo también inesperado: la existencia de una biblioteca de frontera donde un puñado de niños —sí, niños— tenía la esperanza de verme antes de que yo abandonase Honduras.
Yo no escribo para niños, pero el llamado provenía de una ONG que prometía el traslado hasta esa zona: «una visita relámpago», dijeron, que debía realizarse al día siguiente.
Una vez hecha la propuesta me ofrecieron veinte minutos para pensarlo, luego colgaron.
Emoción. El secretario de Gobierno del municipio le entrega a Patricio Sturlese las llaves de la ciudad. El escritor quedó tan impactado con el encuentro que hoy la conserva en un espacio privilegiado en su escritorio. Sabe que momentos así son difíciles de repetir en ámbitos más globalizados.
Me senté en la cama y medité. Por delante tenía una decena de países y no podía, por nada, asumir riesgos como no llegar a tiempo al aeropuerto y perder un vuelo. Caminé hacia el ventanal, seguí pensando.
¿Un puñado de niños? ¿Niños con esperanzas? ¿Viaje relámpago?, y con mis dedos en el vidrio reaccioné: ¡ir a la selva! —nada más y nada menos— el día que partía mi vuelo! Desde allí podía ver la ciudad completa y más allá, el horizonte oscuro, estremecedor, con una gran luna llena que se asomaba de a ratos entre las nubes.
Quedé un instante en silencio mirando la luna. En mi habitación lo tenía todo: un sitio seguro, confortable, con un libro en la mesa de luz (“El club Dumas”, de Pérez-Reverte, según recuerdo) y un televisor satelital con 500 canales para pasar el tiempo. Con todo, mientras pasaban los minutos me convencía cada vez más de que abandonarla sería un completo desquicio. Haberla abandonado una década atrás casi me mata en la selva.
El teléfono volvió a sonar. Ellos querían la respuesta. Fui tajante al darla y colgué.
Luego de dormir tres horas sonó el despertador, rodé entre las sábanas, eran las 3.45 de la madrugada y la tentación de seguir durmiendo me aguijoneaba dulcemente. Me arrepentí de haber aceptado esa propuesta. Fui a la ducha, abrí el chorro, y bajo el agua caliente despabilé.
A las 4.30 llegaba al hotel la persona que enviaron por mí. Un hombre robusto, con palillo en la boca y un espeso bigote que le cerraba en la pera en forma de herradura. Su voz sonó grave.
«¿Es usted el señor Patricio?», preguntó.
Asentí, y él me pidió que lo siguiese. Caminamos hasta una camioneta japonesa con doble tracción —se veía algo embarrada—, cargué mi equipaje en la parte trasera y salimos del estacionamiento.
Ya en viaje presté atención al conductor —no emitía palabra—, su semblante se veía más calmo, aliviado diría, luego de haber dejado atrás los edificios y la ciudad. Una hora y cuarto más tarde se encendió un hermoso arrebol en el horizonte de Honduras, amanecía, cuando el hombre detuvo la camioneta en un parador.
«¿Le invito una baleada, me acepta?», preguntó, a lo que accedí y ¡caramba! momentos más tarde llegaba a la mesa un desayuno descomunal. Una bandeja con plátanos fritos, porotos negros, huevos, costillas de cerdo, chorizos y una gran taza de café negro para beber. Para un paladar argentino en ayunas, créanme, esto supone un enorme vértigo. Y así, mientras comía chorizo de cerdo y lo bajaba con café, captaba la lógica de todo aquello que me rodeaba; ese era el único alimento fuerte de un jornal de trabajo, lo único que ingeriría el agricultor hasta que caía la noche.
“Trabajar en los cafetales tiene su precio: se deja todo —explicó mi compañero de bigotes—, se deja la juventud, las manos, las uñas, la espalda, el alma”. Luego de una vida en los campos los agricultores acaban sus días a la vera del camino, en pequeños y coloridos cementerios donde las flores también se marchitan bajo la inclemencia del sol.
Seguí observando el interior del parador y encontré un cuadro envejecido que pendía en la pared: la formación del seleccionado de fútbol de Honduras de 1982. El fútbol, allí, evocaba una suerte de nostalgia feliz y persistía luego de décadas desde aquel mundial de España; me recordó a mi infancia, el póster de Italia que había en la casa de mis abuelos. Mi compañero de viaje me despabiló de aquella visión: «debemos seguir camino», dijo, y pagó la cuenta.
Apuré el café y fui tras él.
Nuevamente en la ruta pasamos del asfalto a un camino de ripio y las montañas, recortadas por el sol naciente, se observaban nítidas por el brillo de la mañana. La selva se hizo espesa, húmeda. La camioneta se movía mientras el conductor —por el que ya sentía algún aprecio— me habló de todo aquello que captaba mi atención. Explicó que allí habitaba el mono aullador y también su depredador: el jaguar; que las serpientes podían aparecer debajo de las piedras y las tarántulas, grandes como una mano abierta, se encontraban entre las cortezas. Con todo, la selva era peligrosa por otro motivo: los conflictos armados que atravesaba la región. Una frontera caliente, explicó, donde las maras y paramilitares deambulaban sin control.
Zigzagueamos el último kilómetro y medio a través del escarpado camino cuando advertí, cumplidas cuatro horas de viaje, que llegábamos a destino: el poblado de Lepaera, en el departamento de Lempira, a escasos kilómetros de Guatemala y El Salvador.
El edificio de la biblioteca se alzaba con un bonito mural pintado en la esquina, y sus vitrales reflejaban el valle en su esplendor. La noticia de mi llegada había corrido en la víspera y por ello una muchedumbre se arremolinaba en la puerta; el alcalde y los vecinos se preparaban para la bienvenida.
Todo, absolutamente todo, desde las dudas iniciales ante la llamada, hasta los recuerdos del Golpe de Estado de 2009 —incluyendo la avioneta en llamas—, todo, se evaporaba mientras atravesaba el umbral de esa biblioteca.
Allí estaban ellos: una treintena de chicos que sentados sobre almohadillas aguardaba en el salón. La visita relámpago se concretaba y la vivía a flor de piel.
Recuerdo a una niña con los cabellos brillantes y trenzados; a otra con una mariposa en el rodete, y entre ellas, a un niño pequeño, de seis o siete años, con peinado al agua y unos ojos bien expresivos. Por detrás de ellos asomaban decenas de cabezas, y un universo diferente en cada una de ellas.
Hicieron preguntas que habían ensayado antes, sobre condes, duques y castillos abandonados que aparecen en mis libros; preguntaron por los inquisidores medievales y por María Antonieta, por la noche de los 400 años de Noruega y los jesuitas del teologado del colegio Máximo donde estudié. Y se sorprendieron cuando les conté, sobre la casa abandonada que de niño frecuentaba al jugar escondidas, y cómo esa casa abandonada terminó despertando mi pasión por escribir novelas góticas.
Sin embargo, en ese instante ocurrió otra cosa. Bajo sus miradas comencé a descubrir la naturaleza de un pueblo entero, una que atravesaba tanto a niños como a los adultos. El afecto, el interés por el otro, la aceptación en las diferencias y todos los puentes tendidos para el acercamiento se cristalizaban mediante simples cuestiones: «¿Ya nos abandona?», suspiró un niño mientras la directora anunciaba mi partida. «¿Ya? ¿Tan rápido?», reclamó la niña con trenzas, a quien respondí que debía tomar un vuelo. «¿Pero volverá —intervino una joven bibliotecaria—, lo promete?». «¡Podríamos enseñarle la iglesia!», propuso el niño bien peinado. «¡Y jugar escondidas!», se entusiasmó la niña con mariposas en el cabello.
Era una infinidad de lazos que, como telarañas, se disparaban con cada deseo y me atrapaban impidiéndome dar un paso atrás en la biblioteca. En cierta medida no quería, no lo deseaba, pero debía hacerlo. «Un encuentro fugaz», sí, eso mismo había pactado la noche anterior. El hombre de bigotes se ofreció a llevarme de regreso pero antes me presentó a su familia. El alcalde me entregó las llaves de la ciudad —que conservo en la pared de mi escritorio con mucho cariño—, y sin embargo algo fuerte me sacudió ese día: no me refiero al reconocimiento o a mis libros, o a mi visita como escritor. Fue algo diferente. Algo que me arrasó por dentro dejándome a la intemperie.
De todas las visitas que hice como escritor tanto en América como en Europa jamás me detuve a evaluar una realidad haciendo foco en los niños. Honduras, ese país al que solamente citaba por el mal recuerdo, de pronto, cambiaba ante mis ojos. Vivencié lo que no hubiese podido desde el hotel: aquellos chicos provocaron, por sus gestos, sus preguntas curiosas, sus ojos vivaces, sus sueños… que un hombre como yo, apenas de paso, tan fugaz y momentáneo, cambiase el punto de vista nada menos que sobre su país por completo.
Ellos me enseñaron el secreto de su felicidad: aprender, escuchar, compartir.
Llegué a tomar el vuelo al atardecer. Exhausto. La ida y vuelta demandó ocho horas y apenas había permanecido treinta minutos en la biblioteca. Aun así, al despegar el avión con rumbo a Panamá lo llevaba conmigo: el recuerdo imborrable de esos pequeños embajadores de frontera.
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Patricio Sturlese es escritor, vive en Bella Vista, Buenos Aires, donde creció en una familia de inmigrantes genoveses. Se inició laboralmente como jardinero, oficio que perdió en la crisis de 2001, tras lo que decidió publicar sus escritos. Estudió teología con jesuitas en el Colegio Máximo. Su primera novela, “El inquisidor”, publicada en 30 países, obtuvo en 2014 una distinción en el Salón del Libro de París. Sus otros títulos son: “La sexta vía”, “El umbral del bosque” y “El jardín de los ciervos”. En 2014 fundó la Feria del Libro del partido de San Miguel —Noche de Libros— y promovió la siembra de libros en plazas públicas y olimpiadas literarias en escuelas. A partir de 2020 es director de Cultura del Municipio de San Miguel.
Instagram: @patriciosturlese