La noticia de que los restaurantes están empezando a tomar reservas desde las 7 de la tarde porque, por la segunda ola de coronavirus, tienen que cerrar a
las 22, me trajo recuerdos de la época que pasé con una beca en Estados Unidos.
Hacía poco que había llegado y recibí una invitación. La cita no podía ser más clara: nos reunimos a cenar, vengan a las 18.30, vestimenta formal. Así nos dijeron a los becarios: estábamos en la Universidad de Michigan, éramos 20 estadounidenses y cinco extranjeros, las únicas que levantamos las cejas fuimos María, la madrileña, y yo. ¿Cenar a las 18.30?
Así era. Estábamos en agosto, verano todavía, el sol brillaba todavía cuando llegamos al restaurante. Allí trajes, manteles, pan con aceite de oliva para arrancar y luego comida, comida en serio. Spaghetti, hamburguesas así de grandes y caseras, bifes que no provocaban ninguna nostalgia de estas pampas. Pongamos que los platos estaban servidos a las 19.
Pero primero, vino. Las primeras copas se llenaron apenas nos sentamos y el llenado fue generoso. Estábamos entonados a eso de las 20.30, cuando ya habíamos terminado y charlábamos largamente.
En los meses que duró la beca esto se haría costumbre: nos recibían para el seminario de la tarde con un licorcito a las 16.30 –a medida que avanzaba el invierno y los días se acortaran drásticamente ya no parecería tan raro– y a cenar al final de la charla. Nunca jamás más allá de las 19.
O podía pasar que apareciera una actividad a las 20.30, es decir después de cenar. A nadie le parecía nada, era lo normal.
Con el tiempo, ese horario de cena se volvió parte de la vida y hay que decir a que a las seis de la tarde hasta “los latinos” del grupo ya teníamos hambre. Para los estadounidenses, para los ingleses y para Kang, el coreano, la vida siempre había sido así.
¿Ventajas, desventajas? No veo una ni otras. Sí que, si nos acostumbramos, podemos aglomerarnos a las 19 y estar perfectamente borrachos a las 20, esas no son cuestiones que dependan del reloj.
Pero como los cambios culturales son más lentos, quizás sí, retrocedamos ante la idea de entrarle a la tira de asado con fritas al atardecer y logremos el aislamiento que tanto tanto necesitamos.
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