Puede que, al cabo de algunas líneas, te preguntes si es justo que una niña pase la mayor parte de sus días con una maraña de cables enchufados a su cuerpo
de cristal, tumbada en una cama de hospital, con la cola y los brazos pinchados por mil agujas, oyendo palabras ininteligibles de adultos disfrazados, y sosteniendo por un delgado hilo la más cruda incertidumbre: ¿cuándo volvemos a casa?
Esto que vas a leer es una parte de mi historia; sin invenciones, sin perfume. Si lo desplegara todo a lo largo de una línea de tiempo imaginaria, representaría casi el veinte por ciento de mi vida. Pero es más que eso. Es la razón por la que hoy soy una mujer de 24 años, un poco inquieta y deportista profesional. Es, por qué no, la semillita de mi segunda vida.
De chiquita, Guillermina Naya era una nena vibrante e inquieta. Acá, en un día de vacaciones. Pero a partir de los dos años empezó un mundo de cables enchufados a su cuerpo y de pronósticos pésimos.
Sí, entre los 2 y los 7 años pude haber muerto en cualquier momento. De hecho, pudo suceder sin que jamás se conocieran los motivos, porque mi odisea terminada hace mucho tiempo aún sigue siendo algo raro de hallar en la literatura médica y, también, algo difícil de curar.
Chacabuco es la ciudad bonaerense donde nací el 27 de septiembre de 1996, sana y fuerte, como le gusta resaltar a mamá. Fue durante el cumple del mayor de mis cinco hermanos en 1999 cuando detonó lo que mi madre ya había advertido. Yo llevaba diez días vomitando, pero a cada consulta médica le sucedía la misma respuesta: es normal, señora, no se preocupe. Mamá recuerda que, el día del festejo familiar, yo le pedía upa con insistencia. Dice que la miraba fijamente a los ojos, los míos extraños. Llamó a mi pediatra y, de nuevo, escuchó un “no exageres” que la inquietó.
Mi abuela descubrió el horror cuando se disponía a cambiarme. El horror tenía la forma de un enorme vientre, como si yo, a mis dos años, estuviera embarazada de 9 meses. El grito sacudió el hogar.
—Prepará el bolso, y uno grande, porque no volvemos —le ordenó mi tía a mamá.
El destino: Junín, a 50 kilómetros de casa.
Allí comenzó una kilométrica etapa de estudios sin certezas. Lo único que sabían los médicos era que tenía una obstrucción intestinal cuyo origen también desconocían. Era algo así como un obstáculo invisible en medio de la noche.
Yo vomitaba incesantemente.
Guillermina Naya ahora es una tenista argentina de renombre, aspira a seguir subiendo en el ranking mundial y se define por su incansable tesón en las canchas.
Ellos movían mi intestino con tacto rectal. Me alimentaban por suero.
Si me daban un chupetín, de nuevo la panza se inflaba como un globo.
El desconcierto de los médicos creció. Y, entonces, una nueva orden, otro traslado.
El destino: Buenos Aires, más precisamente el Hospital Italiano.
Viví internada allí 8 meses. Mis padres dicen que fue una tortura. Me dilataban el píloro y, con una bomba al vacío, me arrancaban pedacitos de estómago para estudiarlos. La manipulación de mi cuerpo para mantenerlo con vida ocurría, literalmente, sin anestesia. Lo que comía no iba para ningún lado, porque mi intestino delgado no tenía absorción. Sin nutrientes, los dientes y el pelo se me caían. Mis piernitas eran dos escarbadientes y los médicos fotografiaron mi vientre para exhibir en futuras investigaciones. El doctor Daniel D’Agostino decía que había entonces un puñado de casos en el mundo, con un alto índice de mortalidad.
Mientras tanto, yo me aferraba a mis muñecos. Uno me lo regalaron los médicos en Junín para un Día del Niño que, por supuesto, festejé hospitalizada. Ese es uno de los pocos recuerdos vívidos que tengo, y desde entonces creo que algunos gestos humanos ayudan a que la ciencia sea más efectiva. El otro me lo regaló mi tía: un peluche celeste al que llamé “Te”.
Los muñecos y mamá Mariela eran mis guardianes. Papá Daniel se quedaba en Chacabuco, al cuidado de mis hermanos y del negocio familiar.
Un día las cosas se complicaron más. Una junta de médicos sentenció que debían operarme de urgencia porque tenía una arteria comprometida. Como se necesitaba la firma de papá, mamá sugirió viajar a Chacabuco.
—Señora, si usted la mueve de acá, su hija puede morir en la ruta —le contestaron.
Papá se negaba a la operación. Lo mismo opinaba mi pediatra. Pero la terquedad de mi madre -afortunadamente- les torció el brazo.
El día de la intervención, la nena con quien compartía habitación, junto con otra niña que entró a quirófano esa tarde, fallecieron. Un paisaje espantoso. Yo permanecía conectada a una máquina que tenía una especie de alarma. Apenas el cirujano oyó el pitido y se acercó a la cama, encaró a mi madre: —Su hija se está entregando. Dígame qué le gusta.
—Ehhh… las escaleras mecánicas —contestó ella, confundida.
—Llévesela ya —le ordenó, después de desconectar los cables de mi cuerpo y ponerme en brazos de mamá.
Cerca de las 8 de la noche, paseábamos en escalera mecánica (¡cómo me divertía de niña subirlas al revés!) por el Abasto Shopping. Mi madre y mi tía dicen que gracias a eso despabilé. Cuando regresamos al hospital, el chiste de los médicos era preguntarles si acaso yo no tenía gustos más convencionales… En la operación, a cargo del doctor Alberto Iñón, me quitaron un ganglio gigante necrosado junto al apéndice. Y el suplicio por fin tuvo un diagnóstico: miopatía visceral, enfermedad que causa una pseudo-obstrucción intestinal crónica. Sin embargo, la mejor opción era que me derivaran a Canadá o Alemania, donde se registraban antecedentes de esa extraña patología. Como realizar otra biopsia suponía un gran peligro, mi papá se negó, ahora con mayor decisión, y todo indica que esa vez acertó.
Conviví los siguientes dos años con mi panza inmensa y los vómitos; y mis padres, con la resignación de no hallar solución. Así y todo, quedaban más batallas por librar.
La nueva esperanza recayó en una médica estadounidense. Ella debía estudiarme personalmente, pero la mutual no autorizaba la consulta. Mi madre amenazó, parada en medio del hospital, con llamar a los canales de TV. Logró su cometido a cambio de firmar un pagaré. El estudio duró diez horas. Y los resultados, de nuevo, fueron malos.
“Ahora sí que no hay más por hacer. Vuelvan a casa y denle todo el cariño posible”, dijo la voz oficial.
Mi niñez se convirtió entonces en un devenir de internaciones. Cada vez que me obstruía, se encendía un dispositivo familiar por el cual todos corrían, muchas veces incluso para sacarme de la escuela, a la que asistía salteado. El último episodio tuvo como escenario la mismísima Bombonera. Todos los Naya viajamos a ver a mi hermano Tiny que jugaba en la Reserva de Boca, y a mí se me antojó un choripán, comida que tenía prohibida por el peligro de pescarme una bacteria. De regreso a Chacabuco pedí agua con insistencia, signo inequívoco de peligro. Llegué al hospital tan deshidratada que no podían colocarme el suero. Sin tiempo para investigar cuál era la bacteria invasora, el médico aplicó todos los antibióticos posibles para salvarme de una muerte segura.
Cuando desperté, dos días después, miré a mi alrededor antes de echar los ojos para atrás y convulsionar. El hospital en pleno se enteró de que yo estaba muerta, a juzgar por los gritos de mi tía. En cambio, los médicos sugirieron que, gracias a la convulsión, la bacteria se había desplazado hacia mi cerebro, donde finalmente pudieron identificarla y combatirla. Ese fue el principio del fin. Mi segunda vida comenzaba a los 7 años de edad.
El tiempo pasó, mi cuerpo se fortaleció y, ya convertida en una niña con una rutina acorde al promedio, se me daban tan bien el hockey como el tenis. Comencé a jugar a los 11 y compartí ambas pasiones hasta que un año más tarde me clasifiqué al Masters de la federación de tenis ATOBA. Aunque perdí la final, Mario Bravo, un histórico formador que estaba allí presente, le pidió a Chacha -mi tía y entrenadora en el Club Social Chacabuco- que me llevara a Tandil. Una familia amiga de la nuestra puso el dinero que faltaba para que yo pudiera instalarme en la academia de Bravo y el Negro Gómez, el mentor de Del Potro. El último obstáculo lo encarnaban mi madre y su miedo a dejarme ir. Una psicóloga a la que ella consultó decidió mi suerte: “Dejala vivir. La vida es de Guille y se la ganó”.
Así me convertí en tenista.
A los 15 volví a Chacabuco. Ganaba con cierta facilidad los torneos regionales G3. La misma facilidad con la que perdía rápido en los Haciendo Tenis, mis primeros torneos profesionales. Me costó tres años ser campeona en ese nivel. Mi primer punto WTA lo saqué a los 19, en Pilar, tras varios intentos. Aunque seguía lejos de mis objetivos, ya me sentía una deportista de alto rendimiento.
Me entrené como tal en Pergamino, en River y en El Abierto. En 2018 me mudé a España. Mi familia vendió el auto para que pudiera viajar y eso me generaba una gran presión. Me lesioné antes de empezar a competir y se acumuló una deuda asfixiante.
Me fui a los Estados Unidos, pero el reseteo no funcionó: mi cabeza estaba estallada. Volví a casa.
No juego más al tenis.
No tenemos dinero.
Debemos dinero.
Después de medio año sin tocar una raqueta, me inscribí en un Haciendo Tenis. Lo gané. Trabajé dos meses en un campamento de verano de Pensilvania como profe de tenis para juntar plata. De regreso a Chacabuco seguí dando clases a niñas.
Siempre amé el fútbol. Y la verdad es que lo juego bastante bien. Cuando se armó la selección femenina regional, me uní al equipo.
Pero entonces un llamado lo cambió todo. Era Silvana Palasciano, organizadora de torneos de la Asociación Argentina de Tenis.
—Anotate, no perdés nada —me apuró. Hablaba de una serie de competencias internacionales en el país.
—¡Estás loca! Ya fue el tenis, ahora juego al fútbol y tengo torneo el fin de semana. Además, estoy sin ranking.
—Jugá la pre qualy, ¿mirá si te clasificás?
Me preparé devolviendo las pelotas que mi hermana -cero tenis- me lanzaba desde un canasto al otro lado de la red. Tres días así. Cargué mis raquetas, las zapatillas que había rescatado de un tacho de basura en los EEUU y partí a CABA.
Gané la pre qualy, ingresé al torneo y… lo gané también. Y gané una nueva pre qualy y otro título. Fui campeona en dos de los tres certámenes internacionales que se jugaron en el país en 2019. Y, además del premio en metálico, gané dos pasajes a Europa que la AAT ponía en juego. Cuatro meses más tarde, la capitana Mercedes Paz me convocó para la Billie Jean King Cup. ¡Iba a debutar en la Selección Argentina! Mi vida, de repente, estaba felizmente patas para arriba.
Eso sí: les fallé a mis compañeras y a mi DT de fútbol. ¡Espero que me hayan perdonado!
Hoy soy la número 551 del mundo y estoy más motivada que nunca. Eso se lo debo a mi nuevo equipo de trabajo encabezado por Hernán Gumy. Claro que aún tengo miedos. De lesionarme, de no estar a la altura. Quiero ser top 100 y voy a intentarlo. ¿Quién puede ponerle límites a mis sueños? ¿Sabés cuántas veces examinaron mi cuerpo profesionales de la ciencia, diagnosticando una muerte temprana?
Soy tenista porque me apasiona el juego. Y el juego es sinónimo de infancia, aquella que me robaron los pinchazos, las lágrimas y los pasillos color gris hospital. ¡Mirá si no voy a tener ganas de jugar!
En los 400 metros que recorro a pie desde la parada del 41 hasta la puerta de El Abierto, el club de Saavedra donde entreno 6 horas diarias de lunes a sábado, llevo música en mis oídos y un montón de imágenes que dan vueltas en mi cabeza. De repente cierro los ojos y estoy luchando un partido a cancha llena en el US Open, mi torneo favorito. Otras veces alzo mis brazos tras una victoria épica en la BJK Cup. Sí, amo representar a mi país.
Entonces me río. Y me enciendo. Porque abro mis ojos y esas imágenes permanecen ahí, un paso más allá, obligándome a seguir, a dar un plus, a ganar una batalla más.
Lo juro: está ahí, lo veo todo.
Ojalá algún día vos también puedas verlo.
————-
Guillermina Naya es tenista profesional (551 en el ranking mundial) y la penúltima de seis hermanos de una familia de clase media de Chacabuco. Hija de un trabajador del campo y de una restauradora de muebles, ama la vida al aire libre y el deporte. Dice que, de no haber sido tenista, se hubiera inclinado por el fútbol: aunque ya no lo juega por el riesgo de lesionarse, mira por TV cada partido de Boca. En su departamento de Palermo jamás faltan la música y las series (Suits y Merlí, sus preferidas). Nació un mes antes del retiro de Gaby Sabatini; por eso le cuesta explicar su admiración por ella. Hoy, su favorita es Ashleigh Barty. Superadas la cuarentena y algunas lesiones, en marzo regresó al circuito.
TEMAS QUE APARECEN EN ESTA NOTA
Comentar las notas de Clarín es exclusivo para suscriptores.
Clarín
Para comentar debés activar tu cuenta haciendo clic en el e-mail que te enviamos a la casilla ¿No encontraste el e-mail? Hace clic acá y te lo volvemos a enviar.
Clarín
Para comentar nuestras notas por favor completá los siguientes datos.