Axel Kicillof quiso activar el botón rojo. Quiso y quiere.
Lo sabe Alberto Fernández y lo sabe Horacio Rodríguez Larreta. Los dos, por ahora, resisten. No con la misma convicción.
El Presidente hubiera sido más duro si el clima económico no fuera tan adverso y si la extensísima cuarentena anterior, de la que ahora se hacen cargo sus propios especialistas, no hubiera generado tanto desgaste en el humor popular. El alcalde hubiera sido mucho menos restrictivo porque piensa que el sistema sanitario no entraría en colapso ni aun cuando se cumpliera la curva más pesimista de contagios que le proyectó en privado Fernán Quirós. Fernández y Larreta coinciden, también con matices, en que la sociedad no toleraría un nuevo encierro. De a ratos los asalta el pánico.
Ambos siguieron con atención los incidentes producidos en Roma, con la Policía enfrentándose con manifestantes que protestaron contra el cierre de los comercios. Coinciden en que el clima en las calles argentinas está alterado. Ya hay en marcha negociaciones con los piqueteros duros para que no salgan a protestar en las próximas tres semanas. Es un pedido misericordioso después de los cortes del jueves en el microcentro porteño y en la Panamericana. El lunes, en el Ministerio de Desarrollo Social, Emilio Pérsico recibirá al Polo Obrero y al resto de las agrupaciones no alineadas con el Gobierno. Sus referentes anticipan que “no es para firmar ninguna tregua”.
Todo sucede mientras Alberto y Horacio transitan el momento más sensible en su vínculo desde que estalló la pandemia. Hablan solo lo necesario. El diálogo es frío. Larreta nunca se lo dijo, pero lo considera un traidor.
Ahora le hizo saber que no estaba dispuesto a conceder el deseo de Kicillof. Y su jefe de Gabinete, Felipe Miguel, les avisó a sus pares que Juntos por el Cambio daría batalla mediática. El primer mandatario entró en estado de alerta. Para sus asesores el jefe de Gobierno ingresó en modo campaña, tironeado por las voces extremistas de su fuerza. En la Ciudad devuelven gentilezas: le achacan a Fernández ser rehén de Cristina. Lo cierto es que era la primera vez que Larreta le planteaba una cosa así desde el 20 de marzo del año pasado, cuando se inició el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Tiempos en los que se mostraban casi como si fueran integrantes de la misma agrupación política.
El bloque Fernández-Larreta-Kicillof llevó entonces al jefe de Estado a picos muy altos de reconocimiento. Ahora busca recrear aquel clima frente al derrumbe de su imagen. Nada es como era. Encima, no hubo fotos y debió conformarse con interactuar por chat por estar cursando el Covid-19. Anclado en Olivos, Alberto intervino para que la Provincia y la Ciudad se sentaran a negociar y promovieran restricciones similares a un lado y al otro de la General Paz.
Kicillof discrepa con ambos. Lo dice y lo manda a decir. Con Fernández, porque considera que la proyección de casos será exponencial y razona que eso -más tarde o más temprano- afectará por igual la economía; o bien porque habrá que aplicar medidas extremas en el futuro o porque los mismos ciudadanos, temerosos de no tener donde atenderse, se quedarán recluidos en sus casas. Con Larreta no hay acuerdo posible: cree que el jefe de Gobierno subestima el salto de los contagios y sostiene que, si la Provincia se quedara sin camas, el fenómeno arrastraría a la Ciudad porque los pacientes serían derivados. Lo afirman de modo dramático a su lado: “Vamos a competir por las camas”. Ese planteo sobrevoló el diálogo permanente de las dos administraciones.
“Hay que volver a cerrar todo dos o tres semanas“, fue la primera propuesta que el jefe de Gabinete bonaerense, Carlos Bianco, y el viceministro de Salud, Nicolás Kreplak, formularon en las charlas con la cúpula del Gobierno porteño. Los funcionarios de Rodríguez Larreta se espantaron. Habían llegado con un paquete de iniciativas mucho más moderado. Pretendían, como mucho, ajustar el control en los bares y prohibir las juntadas en las puertas, pero con un tope horario mucho más generoso.
La Cámara de Gastronómicos los había presionado. También hubo diálogos con Luis Barrionuevo. El sindicalista les recordó que la pandemia arrasó con 2.000 bares y restoranes en 2020 y advirtió que una nueva medida en contra dejaría un panorama desolador. Más: alguien sugirió que muchos, aunque fueran alcanzados por un decreto, podrían abrir de prepo. “Si nos quedamos sin el turno noche morimos”, decían los propietarios de restoranes.
Juntos por el Cambio, alertado de lo que pasaba en Casa Rosada, difundió un comunicado para presionar al kirchnerismo y dejar en claro ante la sociedad que no iban a apoyar restricciones severas. La Cámpora contestó enseguida: habló de “mentes perversas”. Bajo ese clima se discutía. Larreta les ordenó a sus funcionarios operar en las sombras y en los medios en contra de un cierre total. El final de la película no fue el que esperaba, aunque es cierto que podría haber sido peor para sus aspiraciones.
—Esto termina mal. Vamos a tener una insurrección en las calles. No podemos cerrar. La gente no da más —le dijo el vicejefe porteño, Diego Santilli, a Julio Vitobello, el secretario general de la Presidencia, en una conversación del martes por la noche. Los puentes, en ese momento, estaban cortados.
—Dejame que lo hablo ahora con el Presidente a ver qué podemos hacer —le respondió Vitobello.
El funcionario estaba aislado por ser contacto estrecho del jefe de Estado. Alberto permanecía en la habitación de huéspedes de la residencia de Olivos “como loco malo”, como volvió a decir esta semana cuando lo contactaban por Whatsapp.Salía a caminar para hablar por teléfono. Sufría una presión constante del gobernador. Del gobernador y de Cristina.
La vicepresidenta monitorea el Conurbano de manera diaria. Su futuro electoral está atado a él. Kicillof le hace llegar un informe diario con el estado en los hospitales, con la cantidad de camas disponibles que esperan futuros pacientes y con la proyección de vacunados. Cristina podría empezar a presionar para que desde el Ejecutivo se lance un nuevo plan de ayuda para quienes no puedan trabajar, acaso previendo un cierre mayor en las próximas semanas. Martín Guzmán no gana para disgustos.
La encrucijada se traslada a los municipios, en especial a los del Gran Buenos Aires. No hay intendente que no asuma estar inquieto por el descontento social, por un cóctel que conjuga desaliento por el crecimiento de la pobreza, por la escasez de vacunas y por las nuevas restricciones. Los desvela saber en qué medida serán efectivas en términos epidemiológicos pero, antes que eso, si serán respetadas por sus vecinos. Mientras se hacen esas preguntas, en las reuniones con Kicillof solo escuchan que se vienen tiempos peores.
La segunda ola y la confirmación de las nuevas variantes (la inglesa y la que se originó en Manaos) son agitadas de modo cotidiano por los colaboradores del mandatario. Los intendentes reconocen que los contagios se multiplican. También ellos son presos de que se haya hecho una cuarentena larguísima en 2020. Les gustaría cerrar de nuevo pero no pueden o no se animan a decirlo. La gran mayoría ya tiene más casos diarios que durante el pico del año pasado.
Algunos ejemplos. En Lanús, el pico de la primera ola se produjo el 24 de agosto, con 254 contagios; el jueves último trepó a 528. En Hurlingham, el 7 de agosto hubo 99 positivos; ahora hay un promedio de 120; en Tigre, el 9 de abril hubo 279; el viernes la cifra llegó a 318; en Quilmes pasaron de 431 casos a 466. En Vicente López saltaron de los 124 del 3 de setiembre a 196 el miércoles pasado. El Conurbano tiene más testeos que entonces, es cierto, pero Nicolás Kreplak suele decir que la positividad crece de todos modos y que esto recién empieza. En los centros urbanos también hay preocupación por los incrementos. La Plata tiene cifras preocupantes: el pico de 2020 se produjo el 27 de agosto, con 372 casos; este martes hubo 847.
Cerrar o no cerrar, esa es la cuestión. Kicillof va por todo. Larreta confía y resiste. Alberto hace equilibrio y teme. La cuerda se tensa para todos y se exhibe cada vez más angosta.
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