El día que voló la AMIA, el presidente Carlos Saúl Menem pareció acribillado por los remordimientos que no podía compartir, juntó las manos como un devoto y sólo pudo articular una frase inesperada como si una verdad estuviera aniquilándolo: “Les pido perdón”, aseguró arrastrando las palabras al hablar con su típico acento riojano y se sumió en un mutismo sepulcral ante el asombro de la gente. Por única vez, la voz de Menem tuvo la capacidad de engendrar el silencio. Muchos se preguntaron por qué había hecho semejante confesión. ¿Cuál era el origen de su remordimiento?
De las crípticas palabras del riojano y de un cúmulo de evidencias que se detallan en esta investigación, sólo puede arribarse a una conclusión estremecedora: las autoridades ignoraron una media docena de alertas precisas independientes y coincidentes sobre la inminencia del atentado, y no se trató de negligencia o desidia sino de un abominable cálculo político: el gobierno, la Justicia y los servicios de inteligencia creyeron tener infiltrada a la célula terrorista que iba a perpetrar el atentado, la dejaron actuar pensando en abortarlo a último momento y anotarse con ello un doble triunfo: haber conjurado el ataque a la mutual judía y, al mismo tiempo, resolver la voladura de la Embajada de Israel. Pero los terroristas fueron más astutos y madrugaron a quienes habían diseñado lo que en la jerga de inteligencia se denomina “una operación controlada”. El encubrimiento de esa operación descontrolada es lo que impide aún hoy desentrañar la conexión local, que sigue siendo uno de los secretos mejor guardados.
Un documento aparecido durante el gobierno de Néstor Kirchner muestra que la ex SIDE (actual AFI) fue alertada acerca del inminente atentado a la AMIA mucho antes de la aparición en escena del brasileño Wilson Roberto Dos Santos.
Lo que nadie sabía en aquel momento es que el atentado era el acto final y terrible de una rocambolesca operación encubierta generada en la mente de Hugo Anzorreguy, el jefe del espionaje menemista.
Tiempo después de la voladura de la Embajada de Israel ocurrida en 17 de marzo de 1992, Menem –con su desenfado habitual– ordenó a su jefe de inteligencia, Hugo Anzorreguy, una misión vital para la seguridad nacional: infiltrar a la presunta célula iraní liderada por el clérigo Mohsen Rabbani, que usaba como base de operaciones la mezquita At Tahuid del barrio de Floresta. Menem dio esa orden con la misma despreocupada sonrisa de complicidad como si hubiese pedido que le trajeran a la residencia de Olivos a la última cantante de moda.
Inmune a las sorpresas, el imperturbable Señor CINCO pensó durante una fracción de segundos que su jefe político bromeaba, pero al instante comprendió que Menem hablaba en serio y que estaba dando comienzo a una intrincada trama que hasta el día de hoy no ha podido ser del todo dilucidada.
Foto: Edgardo Gómez
Después de largos conciliábulos, ambos hombres acordaron que la decisión no iba a quedar plasmada en un decreto y ni siquiera en un memorándum, pero Menem y Anzorreguy se juramentaron que durante el resto de sus vidas no revelarían, ni de palabra sobre la planificación de una operación antiterrorista y menos aún que se hubiese ejecutado.
Anzorreguy acometió la misión diligentemente.
La cuenta regresiva para el trágico desenlace se puso en marcha.
Sin conocer en aquel momento la intención de los iraníes, Anzorreguy consultó con sus enlaces de la CIA y el Mossad y desplegó una vasta fuerza de topos para buscar contacto con las redes clandestinas iraníes en la Argentina, en América latina y Europa.
Desde el momento en que empezaron a llegar los primeros informes sobre las actividades terroristas del agregado cultural iraní Mohsen Rabbani, los espías argentinos trabajaron a contrarreloj buscando una manera, la que fuese, de entrar en el territorio del clérigo. ¿Pero cómo?
No era una tarea sencilla. Rabbani y su séquito no disimulaban sus esfuerzos para despistar a los espías que lo seguían, incluso en paseos de varias horas a las 3 de la mañana, a menos de 20 km por hora con su auto para dificultar la tarea de seguimiento, lo que se llama en el lenguaje operativo antiseguimiento.
La historia de los fracasos podía haberse prolongado hasta el infinito, hasta que un golpe de suerte permitió el reclutamiento de uno o varios carapintadas que tenían fluidos nexos con los iraníes. Lo que nadie ha logrado desentrañar es si fue una iniciativa de los servicios de inteligencia o si los uniformados decidieron hacer el doble juego traicionando a los persas a cambio de dinero e impunidad. Lo cierto es que la riesgosa e impredecible operación basada en usar a los carapintadas como informantes, recién se hizo efectiva tras seis tensas semanas de luchas intestinas en la casa de la calle 25 de Mayo.
Espiar –dicen los topos– es esperar y en ese momento había que esperar y rezar un poco. Eso fue lo que hicieron Menem y Anzorreguy, y finalmente la inteligencia argentina logró infiltrar a la célula iraní mediante una compleja operación que involucraba a países del Este. O al menos eso le hicieron creer los iraníes, expertos en el arte del doble juego y las emboscadas.
Mientras los topos argentinos ensayaban su dudoso trabajo de infiltración –o si se prefiere, de provocación–, en las madrigueras europeas de los iraníes que, de paso, servían para justificar abultados viáticos, alguien –probablemente Hugo Anzorreguy– susurró en los oídos del presidente la fatídica idea de una operación controlada, es decir, una operación en la que las fuerzas de seguridad conocen de antemano los planes del grupo que quiere consumar un atentado terrorista. En lugar de detenerlos, los ayudan a organizarlo, los alientan con la intención de atraparlos in fraganti, instantes antes de cometer el delito y detenerlos con las pruebas irrefutables en el escenario.
¿Qué motivos podía esgrimir Menem para encarar una riesgosa operación de ese tipo en un caso de terrorismo?
El primer atentado contra la embajada de Israel no había sido resuelto y la Corte Suprema pretendía cerrar la causa por falta de pruebas. Con una operación controlada, los autores del primer atentado habrían caído con las manos en la masa, se les podría imputar la realización del primer ataque y la conspiración para realizar un segundo.
El mundo hubiese asistido con admiración a esta acción argentina. Carlos Menem hubiera anunciado por cadena nacional la exitosa captura de una banda mixta que se aprestaba a producir una masacre contra el edificio de la mutual judía.
Resuelto el atentado del ’92, conjurado un nuevo, el prestigio para la administración Menem hubiera sido enorme.
A un sector de agentes de la SIDE todo el asunto le olió mal, pero se impuso el sentido táctico y tampoco querían perdérselo. En la lógica del espionaje, un enemigo concreto, con nombre y apellido siempre brinda la oportunidad de justificar más presupuesto, hacer buenos negocios y acumular poder en el tenebroso submundo de la inteligencia y el contraterrorismo. Es más, si el enemigo no existe, lo mejor es inventarlo tal como hizo el FBI con un centenar de complots que montó para luego desarticular. Y cometieron más de un fiasco. Nunca lo admiten hasta que alguien los fuerza a hacerlo.
El tenebroso juego que practican los servicios de inteligencia parte de la premisa que los espías no son policías. No detienen a sus objetivos. Los desarrollan y dirigen hacia blancos mayores. Cuando identifican una red, la vigilan, la escuchan y se infiltran para tratar de controlarla. Las detenciones son un valor negativo. Destruyen una valiosa adquisición que obliga a empezar de cero. Si un sospechoso no forma parte de una red conocida, los espías se encargan de introducirlo en alguna. Si es necesario, le inventan una red, sólo para él.
Existen evidencias contundentes para asegurar que Carlos Menem, Hugo Anzorreguy y el juez federal de Lomas de Zamora Alberto Santamarina tenían, al menos desde abril, conocimiento pleno de que en julio habría de producirse el ataque.
Según Claudio Lifschitz, un ex agente de inteligencia de la Policía Federal que entre 1995 y 1997 ocupó el tercer cargo de importancia en el juzgado a cargo de Juan José Galeano, el agente encubierto entre los iraníes era uno sólo: Nasser Rashmani, un ciudadano iraní llegado a Argentina en la infancia con su familia. Rashmani era, según Lifschitz, lo que se llama un “agente inorgánico”, un informante entrenado que cobraba salario de la SIDE, pero no figuraba en sus planillas.
Rashmani integraba un lote de sirios, iraníes y argentinos monitoreados por la SIDE desde el 4 de abril de 1994, 104 días antes del atentado. Eran seguidos y tenían sus teléfonos intervenidos, según consta en un expediente secreto que se mantenía oculto en el juzgado federal de Lomas de Zamora a cargo del juez Alberto Santamarina.
Ese expediente –que lleva el número 1.223 y fue bautizado “células dormidas”– brindó la cobertura legal para seguir, infiltrar, proteger y mantener un control remoto sobre las acciones de la célula terrorista. Pero, los perpetradores se les escaparon dos días antes del atentado, el sábado 16 de julio de 1994, cuando perdieron el rastro del coche-bomba que había ingresado el viernes al estacionamiento Jet Parking.
Cuando estalló la AMIA, el expediente se convirtió en una prueba comprometedora: era la constancia de la intervención. Entonces, se abrió uno nuevo y todas las actuaciones fueron replicadas, como si recién ocurriesen. El viejo expediente fue ocultado, explicó Lifschitz.
La causa original se inició el 4 de abril de 1994 –es decir, tres meses antes del atentado–, cuando un ciudadano de nacionalidad iraní con importantes vinculaciones dentro de la representación diplomática de Irán en Buenos Aires, intentó salir en un vuelo de la compañía aérea Canadian Airlines con destino a Canadá, utilizando un pasaporte robado a nombre de Scott Gregory Hall. El hombre se había teñido de rubio para lograr alguna similitud con la foto del pasaporte estadounidense provisto por un grupo de funcionarios de Migraciones que se dedicaban a blanquear iraníes en la Argentina desde la época del atentado contra la Embajada de Israel.
Cuando subió a la sala de pre-embarque lo estaba esperando un funcionario de Migraciones que lo ayudó a evitar los controles de rigor para salir del país y lo dejó muy amablemente en la sala de espera de la aerolínea.
Su salida estaba arreglada y no debía esperar ningún sobresalto. Sin embargo, minutos después, personal de Canadian Airlines que habían visto la maniobra de los controles por parte del funcionario de Aduana, decidieron encarar al evasivo pasajero. Bastaron sólo dos preguntas para darse cuenta que el hombre ni siquiera hablaba inglés.
El verdadero nombre del impostor que quedó detenido era Khalil Ghatea y, según informes de la inteligencia canadiense, era un miembro activo de los servicios de inteligencia iraníes. También en un informe de la SIDE fechado el 7 de abril de 1994, se advierte que Khalil Gatea podría ser un “elemento fundamentalista”. Según Claudio Lifschitz, la SIDE consideraba –al menos– como sospechoso al evasivo Khalil Ghatea, tres meses y medio antes del atentado, y nadie hizo nada con esa información. Lo grave del asunto es que había una “pista iraní” antes del atentado a la mutual y que el juez Santamarina tenía esa misma información que aparecería meses después del ataque terrorista.
El 12 de mayo, el juez Santamarina dispuso la intervención del aparato telefónico correspondiente al domicilio de Khalil Ghatea, el que, según se descubrió, se encontraba viviendo junto a un funcionario de la Embajada de Irán, llamado Ali Halvaei.
El 11 de julio –es decir, siete días antes del atentado–, Khalil Ghatea es autorizado por Santamarina a viajar a Irán, con el insólito recaudo de que prometiera volver antes de los treinta días de su salida.
El 25 de julio –tan sólo 7 días después de la voladura de la mutual judía–, Ghatea decide salir del país con su pasaporte original pero se lo impide un inspector de Migraciones en razón de las medidas sobre la salida de ciudadanos de Oriente Medio que ordenó el juez Galeano tras el atentado. Sin embargo, después de hablar con el juez Juan José Galeano se le permitió al principal sospechoso marcharse, aunque había estado viviendo en el departamento 5º B de Tapiales 1420, de Vicente López, que fue allanado ese mismo día por la Policía Federal junto con la Fuerza Aérea. Por este motivo, el departamento ya estaba vigilado cuando se produjo la voladura de la AMIA. Pese a que durante la época del atentado se alojaron varios sospechosos y durante la semana del ataque Rabbani llamó dos veces por teléfono a ese departamento, la vivienda fue nuevamente allanada recién cuatro años después.
Según la crónica de Alejandra Florit en el diario La Nación, los vecinos recuerdan que durante los tres meses siguientes al atentado estuvieron parados en la puerta diversos vehículos. Hicieron la denuncia a la policía y les respondieron que eran miembros de las fuerzas de seguridad.
“No daba la impresión de que esos autos estuvieran vigilando a los iraníes sino, más bien, que los custodiaban, ya que, en varias oportunidades, vimos que seguían sin disimulo a los iraníes”, explicó un vecino a Florit.
El 1º de septiembre –es decir, un mes y medio después del atentado–, Santamarina abre una nueva causa y vuelve a ordenar la intervención de los abonados que ya venían siendo escuchados por la SIDE, es decir, los de Khalil Gatea, Alí Halvaei, René Navarre, Horacio Moreno y los correspondientes a Nasser Rashmani, Eduardo Ricardo Lezcano (o mustafá) y Carlos Hernán Palazzo (alias nancho). Dicho de otra manera, se armó una causa post-atentado para justificar lo injustificable: que antes del atentado se había manejado información suficiente como para evitar la muerte de 85 personas.
Aun suponiendo que todos estos hechos, expedientes y testimonios fueran falsos, existe media docena de alertas que fueron ostensiblemente ignoradas y que demuestran que el Estado argentino sabía que iba a ocurrir el atentado.
El 18 de mayo de 1994, el ex agente de Inteligencia Mario Aguilar Rizzi, que en esos días purgaba prisión en una cárcel de Buenos Aires, envió dos cartas certificadas por las autoridades del penal: a un juez federal y al ex Ministro del Interior Carlos Corach. Denunciaba tener conocimiento de que en las próximas semanas iba a producirse un atentado contra una institución judía, y daba los nombres de algunos de los posibles terroristas. Anticipaba que el blanco más probable era la AMIA.
El 4 de julio de 1994, el brasileño Wilson Dos Santos estaba en Milán. Fue personalmente a los consulados argentino e israelí en esa ciudad, luego declaró ante la embajada argentina en Roma, ante el consulado argentino en San Pablo y ante agentes de inteligencia brasileños y periodistas de la revista Istoé, para denunciar que “en los próximos días” iba a ocurrir un atentado contra una entidad judía de Buenos Aires. En la legación argentina fue atendido por la Cónsul Susana Fasano, quien informó al funcionario de inteligencia de la Embajada en Roma.
El 18 de julio, día del atentado, Dos Santos llamó desde Milán a la Policía Federal Argentina para dar los nombres de los supuestos terroristas.
Dos Santos era un personaje más que extraño: afirmaba ser jardinero, pero viajó a Zurich, Londres, La Habana, Caracas, Saint Martin y otras ciudades. Además, se le detectaron media docena de pasaportes distintos y dos tarjetas de crédito Visa Gold emitidas por el Citibank. Todo indicaba que trabajaba como agente de inteligencia para algún servicio brasileño.
Nadie escuchó a este experto en la gramática de la intriga que poseía información privilegiada. Dos Santos, un hombre enredado con una prostituta iraní, también formuló su denuncia en la embajada israelí, de lo que se desprende que el Mossad y la CIA estaban al tanto de los planes argentinos, lo cual no representa un dato menor.
Un documento aparecido durante el gobierno de Néstor Kirchner muestra que la SIDE fue alertada acerca del inminente atentado a la AMIA mucho antes de la aparición en escena del brasileño Wilson Roberto Dos Santos en Italia, cuando advirtió a Marcelo Colombo Murúa y a Alejandro Sugus Sánchez, un agente con línea directa con el presidente Menem. ¡48 días antes!
En efecto, se trata de un cable que el embajador argentino en el Líbano, Angel Fajardo, habría enviado el 31 de mayo de 1994 al enlace de la SIDE en la Cancillería, Carlos Molina Quiroga. En dicho despacho Fajardo habría informado que el máximo ayatolá de los chiitas libaneses, muy cercano a Hezbollah, había dicho públicamente que los combatientes musulmanes ya habían demostrado “que sus manos pueden llegar a la Argentina” (en referencia al atentado contra la Embajada de Israel en Buenos Aires del 17 de marzo de 1992) y prometido que volverían a hacerlo.
Otras fuentes locales aseguran que los servicios de inteligencia brasileños le enviaron a la SIDE, antes del atentado contra la AMIA, dos advertencias por escrito de que se estaba por producir un ataque en Buenos Aires.
Ambas notas fueron cursadas a través de la oficina de la SIDE en Brasil, más precisamente en Foz de Iguazú, un tiempo antes del ataque contra la mutual judía.
Después de consumada la masacre, un batallón de nazis, carapintadas y genocidas que integraron los grupos de tareas de la dictadura, fueron los encargados durante los gobiernos de Menem y De la Rúa de investigar el atentado contra la AMIA. Esos genocidas –que hoy purgan condenas por delitos de Lesa Humanidad– se ocuparon durante casi una década de alejar la investigación de cualquier pista local.
Tras 29 años de impunidad, sólo los muertos han visto el final de esta historia.
Fuente Tiempo Argentino