El Estado es el principal empleador en negro de la Argentina. Es una situación sistémica que ha acompañado el sistema de contratación pública desde hace décadas. Se incorpora personal en formato de contratos de locación de servicios de diversa índole: por tiempo indeterminado y también por un lapso renovable anual. Se factura, en algunos casos, como monotributista. Esta modalidad genera pasivos contingentes precisamente por tratarse de una forma de evitar el pago de cargas sociales o maquillar una relación de dependencia. Todos los niveles de la administración lo aplican de forma más o menos indiscriminada. Desmontarla es un desafío. Hacerlo mal es garantía de un perjuicio futuro para los contribuyentes.
Parece estar ya fuera de discusión que el Estado no puede ser un aguantadero de la política; que su estructura debe asegurar la efectiva prestación de servicios con máxima eficiencia; y que el modelo de acumular capas geológicas de personal que llegaron con diversas gestiones y se quedaron para siempre llegó a su límite. La ciudadanía, mayoritariamente, percibió que el “Estado presente” elefantiásico y desdén por la funcionalidad no era consistente con su experiencia de usuario. Ergo, optó por el candidato que prometía mutilarlo.
Según cifras gremiales existe a la fecha un universo de más de 700 mil contratos en todas las estructuras estatales que integran la llamada planta transitoria, de forma irregular, y que es la que más ha crecido. Generalmente gozan del mismo salario que la planta permanente, actualizan ingresos por acuerdo paritario pero no gozan de estabilidad. Eso en apariencia, porque la justicia ya tiene precedentes en los que cesanteados fueron reinstalados con pleno derecho a devengar haberes no gozados.
En general, conviven dos ramas dentro del SINEP (Sistema Nacional de Empleo Público): los SINEP Planta Permanente, a tiempo indefinido e imposible de ser despedidos sin un sumario previo; y los SINEP “artículo 9”, llamados eventuales, cuyos contratos se renuevan con frecuencia anual que no tendrían derecho a una indemnización. Pero a su vez, en los organismos descentralizados del Estado existen otros convenios. Planta permanente “por decreto”, Ley de Contratos de Trabajo a tiempo indeterminado (gozan de indemnización) y LCT a tiempo determinado. Estos últimos serían los cargos políticos quienes no requieren ser indemnizados pero con cada cambio de gestión terminan pasando a ser indeterminados. Una picardía que acrecienta la mala fama del empleo público.
La motosierra del Presidente Javier Milei puso el foco en –tal como lo anunció- la revisión de 70 mil contratados, sobre todo (pero no solo) los que tenían fijado plazo, prorrogándolos primero por tres meses (en lugar de un año) para luego darlos de baja al término. La decisión que impactó inicialmente en poco más de 15 mil –con la promesa de ampliarse en los sucesivos meses- no se apoyó en auditoría alguna. Esto arrojó primeras conclusiones: no se basó en criterio de desempeño o función ni atendió situaciones particulares como licencias por embarazo, discapacidad, tutela sindical, etc. De todo, lo peor fue que no hubo un razonamiento de eficiencia. Tras la primera purga, hay áreas del Estado acéfalas, totalmente paralizadas o despojadas de expertise. Para sorpresa de nadie, los “contratados” son quienes en el Estado se encargan del funcionamiento cotidiano.
Consecuencias de la motosierra
Con este panorama, el riesgo de la motosierra boba que taló indiscriminadamente contratados, planta permanente por decreto (personas que habían pasado a este estatus no por concurso sino por decreto del expresidente Carlos Menem y gozaban de estabilidad desde entonces) y LCDT implica que la primera industria que podría reactivar es la del juicio. Miles de presentaciones alegando derechos adquiridos a partir de la deficiente registración que el Estado hizo de ellos, en algunos casos, por décadas. Eso más allá de que en algunos casos también le corresponde indemnización. El Gobierno no ha explicado cuánto dinero destinará al pago de esas indemnizaciones, en plena señal de ajuste general. Las demandas se entablarán contra el Estado que tiene una particularidad para el mapeo jurídico: siempre es solvente. Es decir que, más tarde o más temprano serán juicios que pueda perder el Estado no solo si pagó indemnización a los “contratados” según correspondiere sino porque taló selectivamente un sistema sin haber modificado previamente el marco normativo que lo regula. Y eso, si en tribunales no se agrega discriminación como factor de cesantía. El monto a desembolsar escala exponencialmente. Un festival para los abogados laboralistas.
Lo segundo que debería preocupar es cómo restituirá la funcionalidad a organismos que hayan quedado inoperativos. De hecho, el Gobierno sigue contratando con esta metodología solo que, en administración Milei, quienes ingresan a la función pública en diversas reparticiones con fuertes recortes lo hacen ya como contratados LCDT por tiempo “indeterminado”. Siguiendo esa lógica, los cargos políticos seguirán siendo indemnizados. Como se dijo, eso tampoco en garantía de que no litiguen ante los tribunales para reclamar más. ¿Quién pagará esa factura? El humo de los anuncios logra, por ahora, esconder cuestiones fundamentales.
En el último debate presidencial Sergio Massa buscó exponer el desconocimiento del Estado de su contrincante a partir de preguntarle si sabía que era el GDE, el Sistema de Gestión Documental Electrónica, que sirve para el registro de las actuaciones y movimientos de expedientes en la administración pública. A favor de Milei, exhibió que no tenía idea entonces y ahora podría decir lo mismo si la justicia decide indagar: en varias reparticiones existen nuevas contrataciones en puestos directivos –de alta jerarquía- que ocurren al margen del sistema que permitiría monitorearlos. A algunos hasta les proveen vehículos.
Que la motosierra sea boba más que solución puede ser un peligro.
Fuente Ambito