Opinión| En Argentina, el silencio pesa. Pesa sobre las familias que pierden hijos, hermanos, amigos. Pesa sobre una comunidad que esquiva mirar de frente una realidad desgarradora: el suicidio juvenil. Hace pocos días, en Brandsen, una joven tomó la trágica decisión de quitarse la vida, días después de que su novio hiciera lo mismo. En el ínterin ella es testigo de otro suicidio. Una historia que sacude, pero que no sorprende en un país donde las estadísticas son silenciadas y los problemas se barren bajo la alfombra del olvido.
Entre 2010 y 2020, Argentina registró un promedio de 3.500 suicidios anuales. Cada dos hora y media. El 80% de ellos cometidos por varones. Dentro de ese porcentaje, casi un 20% eran menores de edad. Sin embargo, estos números, ya de por sí alarmantes, apenas logran trascender porque los gobiernos han decidido ocultarlos bajo el pretexto de que hablar del tema podría incitar a más personas a tomar el mismo camino.
Pero, ¿cómo se combate un problema que ni siquiera se reconoce? ¿Cómo se legisla sin datos concretos? El silencio no previene, el silencio condena. La ausencia de campañas públicas de prevención, de inversión en salud mental y de políticas específicas destinadas a los jóvenes, no es una casualidad, es una decisión. Y esa decisión tiene responsables.
La lógica del ocultamiento no se limita al suicidio. Se extiende a otras tragedias como las muertes por sobredosis, los asesinatos en robos o la creciente violencia urbana. Cada 36 horas muere una persona por consumo de sustancias, pero tampoco se habla de ello. Al parecer, la receta para combatir los problemas en Argentina es silenciarlos, como si la ausencia de palabras pudiera borrar la realidad.
El argumento oficial de que hablar sobre el suicidio genera un efecto contagio es, cuanto menos, insuficiente. Numerosos estudios internacionales han demostrado que abordar el tema con responsabilidad, con datos concretos y con campañas de concientización, salva vidas. Porque la información no incita; la información orienta, educa y previene.
Los políticos, nuestros legisladores y concejales, que miran hacia otro lado son responsables. Los que prefieren gobernar en la oscuridad de la ignorancia, también. Sin estadísticas claras, sin diagnósticos precisos, no hay políticas públicas posibles. Mientras tanto, miles de familias atraviesan duelos silenciados, rodeados de un estigma que podría empezar a romperse si el poder político asumiera su rol con seriedad.
Hablar del suicidio no es fomentar el suicidio. Hablar del suicidio es abrir la puerta a la prevención, a la contención, al acompañamiento. Es permitir que un padre pueda identificar señales de alerta en su hijo, que un docente sepa cómo actuar ante un estudiante que pide ayuda, que un sistema de salud esté preparado para brindar respuestas.
Basta de discursos vacíos, basta de estadísticas escondidas. Nuestro pueblo merecen saber la verdad, por más cruda que sea. Solo enfrentando la realidad con valentía podremos empezar a cambiarla. Porque el silencio, cuando se convierte en política de Estado, no es otra cosa que una condena. Y las víctimas no pueden seguir pagando el precio de tanta indiferencia.
La responsabilidad pesa, y pesa sobre quienes tienen el poder de actuar y no lo hacen. Ya es hora de romper el silencio antes de que siga arrebatándonos más vidas. La verdad puede doler, pero el silencio mata.
Luis Gotte
La trinchera bonaerense