Durante siglos, la humanidad creyó que había domesticado al gato por razones prácticas. Que el felino, oportunista y discreto, se acercó a los asentamientos humanos atraído por los granos y los ratones. Que fue, en el fondo, un pacto simple: comida a cambio de control de plagas. Pero como casi todo lo que se repite durante siglos, era mentira. Detrás de cada gato hay una historia de poder, ritual y control. Una historia mucho menos felina de lo que se pensaba. Y muchísimo más humana.
Polvo dorado. Murales agrietados. Un templo en silencio. Dos equipos científicos —uno en el Reino Unido, otro en Noruega— entraron al pasado con bisturí y lupa. Recolectaron huesos, genomas milenarios, fragmentos de una devoción fosilizada. Y descubrieron lo impensado: los primeros gatos domesticados no ronroneaban al calor del hogar. No cazaban ratones ni dormían sobre almohadas, fueron criados como símbolos, preparados como ofrendas. Adorados para ser sacrificados, domesticados para morir.
Por un lado, arqueólogos de la Universidad de Exeter, Reino Unido, se propusieron revisar críticamente una narrativa que se repetía sin demasiada evidencia: la idea de que los gatos fueron domesticados hace más de 9 mil años en las aldeas neolíticas de Medio Oriente, cuando los depósitos de grano atrajeron roedores y los roedores atrajeron a los gatos monteses del norte de África.
Para comprobar si eso era cierto, trabajaron con técnicas mixtas: análisis zooarqueológicos (es decir, estudio comparado de huesos animales hallados en excavaciones), datación por radiocarbono para fechar con precisión los restos, y estudios genéticos para rastrear linajes y grados de domesticación.
El hallazgo desmanteló siglos de creencias. Muchos de los restos que durante décadas se tomaron como prueba de una domesticación temprana —como los descubiertos en Chipre hace 9.500 años— resultaron pertenecer, en realidad, a gatos monteses. En otros casos, los huesos estaban mal datados. Por su tamaño diminuto, los restos felinos suelen desplazarse con el tiempo entre capas arqueológicas, lo que complica su ubicación cronológica.
Pero lo más revelador fue esto: la evidencia más sólida de domesticación no aparece hasta el segundo milenio a.C., y no en el Creciente Fértil —como sostenía el relato tradicional—, sino en Egipto. “Se utilizó la datación por radiocarbono para confirmar las fechas. Esto demostró que algunos gatos eran mucho más recientes de lo que se pensaba”, concluye el estudio consultado por la Agencia de Noticias Científicas de la Universidad Nacional de Quilmes.
Efecto colateral
Acá viene el giro: los egipcios no domesticaron gatos para controlar plagas. Lo hicieron por motivos religiosos. Durante el Período Tardío al Ptolemaico (715–30 a.C.), fueron criados en masa como ofrendas a Bastet, la diosa con cuerpo de mujer y cabeza felina, protectora del hogar, la fertilidad y los nacimientos.
En su honor, se momificaron millones de gatos. Se hallaron catacumbas enteras repletas de momias felinas, muchas dispuestas en posición fetal y encerradas en pequeñas urnas ornamentadas. La práctica fue tan extendida que, en el siglo XIX, toneladas de estas momias se exportaron a Inglaterra para ser utilizadas como fertilizante agrícola.
Según el estudio, la domesticación no fue un objetivo, sino una consecuencia inesperada de este sistema ritual. Al criar millones de gatos para el sacrificio, se fueron seleccionando —sin proponérselo— aquellos ejemplares más dóciles, mansos y tolerantes al contacto humano. Así, no por necesidad, sino por devoción, nació el gato doméstico tal como se lo conoce hoy.
Genética antigua y moderna
El segundo estudio —realizado en paralelo por un equipo internacional con base en el Museo de Historia Natural de Oslo, Noruega— analizó 87 genomas completos de gatos antiguos y modernos, provenientes de múltiples yacimientos arqueológicos. ¿Resultados? No hay evidencia genética de que los gatos domésticos llegaran a Europa junto a los primeros agricultores del Neolítico. En cambio, los datos indican que los gatos comenzaron a expandirse por Europa en los últimos 2.000 años, y probablemente lo hicieron desde el norte de África, en embarcaciones o rutas comerciales.
Eso cambia todo: mientras los perros llevan más de 15 mil años al lado del ser humano y fueron domesticados por su utilidad (caza, protección, compañía), los gatos llegaron más tarde, por otras razones, y se integraron sin perder del todo su independencia.
Para los investigadores, esto indica que la cercanía entre humanos y gatos no depende del tiempo que llevan juntos, como ocurre con el perro. “En los gatos, la domesticación es menos profunda. Todavía están a medio camino entre lo salvaje y lo divino”.
Con todo, ese gato que se adueña de su teclado como si fuera un trono; que lo muerde con desgano ceremonial y luego se marcha, dejándolo con la ofensa y la herida; que lo mira desde lo alto de la heladera como si usted fuera un error evolutivo… Ese gato no está domesticado. Lo está tolerando. Porque su linaje no viene del amor ni del hambre, sino del sacrificio. No fue criado para acompañar al hombre, sino para ser asesinado en nombre de una diosa con cabeza felina. Criado, momificado, venerado, triturado incluso —siglos después— como fertilizante. Esa es su cuna. Un altar y una tumba.
Fuente Tiempo Argentino