En clubes de barrio, centros de jubilados, espacios municipales o privados, la participación en talleres culturales es una sana costumbre argentina. Capaz de permear las diferencias de clase y resistir el paso del tiempo, de las crisis y las modas, la invitación a desplegar la creatividad o el conocimiento siempre fue valorada como una oportunidad de encuentro y una válvula de escape a la rutina.
De esa variada oferta, los cursos de cerámica abiertos a todo público son, en el último tiempo, un clásico que sigue en ascenso, sustentado en gran medida por una rica tradición educativa y por la historia cultural de nuestra tierra. Hoy, el arte de meter las manos en la masa no sólo sigue resistiendo, sino que experimenta un verdadero auge al amparo de las redes sociales donde se amplifican y multiplican las creaciones: a pesar de la crisis, cada vez son más las personas que se anotan en talleres, así como también crecen los microemprendimientos de productos hechos en cerámica. En tiempos mediados por la Inteligencia Artificial, uno de los oficios ancestrales de la humanidad se convierte en refugio, con las inevitables reconfiguraciones de la época.
Rocío Fernández es ceramista, tiene 40 años y lleva adelante Kalma Tierra, un espacio en Florida que se fue transformando desde aquel primer local a la calle que abrió en 2012. Actualmente recibe a 140 alumnos y, sobre todo, alumnas que se reparten en dos horarios matutinos y dos vespertinos, de lunes a sábado. Una asistencia récord para el emprendimiento, que requirió no sólo sumar docentes, sino también organizar propuestas como los talleres para niños y niñas. “El crecimiento exponencial se dio en la postpandemia, si bien la tendencia empezó a perfilarse durante la pandemia –explica Rocío–. En ese momento dimos clases con grupos de cinco personas, dos o tres veces a la semana. Hubo una especie de necesidad de la gente de anotarse a talleres. Primero hicimos una prueba online, que no resultó, y ahí paramos. Pero a medida que transcurría la cuarentena apareció un pedido urgente de volver. Tengo recuerdos de alumnos que venían al taller con máscara, barbijo, y torneaban así… Parecía incómodo, pero igual venían todos”.

Si bien hay asistentes de todas las edades, una novedad de los últimos tiempos es la mayor participación de adolescentes. “En general, se trata de amigas que se van pasando la data, vienen al taller y se entusiasman. Hay un grupo de los sábados en el que casi todas se conocen y juntas sostienen el curso”. Lo que casi no varió es la prevalencia de las mujeres por sobre los varones: allí los alumnos son apenas seis.
Más allá de las diferencias, a los talleristas los une algo: la alegría de escapar de la alienación reinante. “Esto de poner las manos en la arcilla rompe con todo lo que hacemos diariamente, como estar tanto tiempo con el celular y la computadora. Hasta la terapia, a veces, es virtual –reflexiona Fernández–. El momento de taller irrumpe en la modernidad: estás yendo a la tierra para darle forma y después calentarla al fuego, algo muy primitivo. Algo que, siento, todos llevamos dentro”.

Como entusiasta de la alfarería, Analía Cobas —41 años, licenciada en Ciencias de la Comunicación, escritora y docente de la UBA—, sintoniza con esa apreciación. En su caso, comenzó poco después de la secundaria, en un taller del barrio de Flores. “Es algo que me encanta, me permite volar con la imaginación y salir de la rutina, porque siempre estás haciendo algo nuevo”, cuenta Ani (como casi todos la llaman). “El contacto con la arcilla es un ejercicio muy hermoso para la vida, porque a partir del tacto repercute energéticamente en todo el cuerpo. A veces entro con una nube de problemas en la cabeza y salgo súper liberada, y eso está buenísimo. No sé si lo tomo como un recreo, sino más bien como un alimento espiritual. En esas dos horas me permito decir ‘no cuenten conmigo’, mi momento para dejar un rato la vorágine del mundo”.
Oficio ancestral en el siglo XXI
La cerámica también tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos y sus desafíos. “En nuestro taller notamos que no hay mucho interés de profundizar, por ejemplo, en hacer las propias pastas (que pueden emplearse para moldear) o los propios esmaltes. Hay, más bien, ganas de hacer cada uno lo suyo –cuenta Rocío–. Ni bien llegan los alumnos, preguntan: ‘¿En cuánto tiempo tengo mi primera pieza?’, y entonces tratamos de que bajen un cambio. Después se da un entendimiento de los procesos, pero siempre está latente la ansiedad. Por eso la cerámica no deja de ser una especie de terapia, de ahí que estemos todos los talleres con falta de disponibilidad horaria”.
La mayoría de quienes pasan por Kalma Tierra hace modelado, una técnica donde la arcilla se trabaja en la mesa, y no en el torno, herramienta fundamental de la alfarería. “El torno demanda aún más focalización, concentración, por eso hay más frustración. La única forma de lograr las piezas en el torno es aceptando que toma tiempo agarrarle la mano. En cambio, en la mesa, amasando, desde el primer día podés crear algo”, explica.
Ani cuenta que le pasó de estar haciendo un cuenco y que termine en una salsera, porque una de las partes se dobló. Utilizó ese imprevisto como arte: «Lo que se rompió, lo transmuté en algo distinto. Me parece que lo interesante es aprender a no esconder. En mi laburo busco mucho la perfección, y en el taller eso no cuenta, si no que fluye lo que siento en el momento”.

Victoria, al frente de Amay Cerámica Artesanal, amplía: “A las más ansiosas, la cerámica las ayuda a aprender a esperar y a manejar la frustración. Después, cuando ven que algo que ellas mismas crearon desde cero llegó a la etapa final del esmaltado, se motivan para superarse”. En su taller de Villa Urquiza, también las mujeres son mayoría: “Tienen desde 18 años en adelante. Generalmente vienen para hacerse un espacio para ellas y desconectarse del trabajo, de los problemas personales”.
Hanamaki tiene 17 años y todos la conocen como Makki. Por estos días está muy abocada a realizar un cesto con la forma de un personaje de un famoso videojuego de la Playstation, con una arcilla de secado al aire que puede trabajar en su casa. “Empecé a hacer cerámica en primer año de secundaria, por un taller que ofrecía el colegio, y fui hasta cuarto. Me anoté casi exclusivamente en esta escuela por eso: desde chiquita me gustaba mucho hacer esculturas, y hasta que no probé con cerámica, nunca había encontrado un material tan cómodo para trabajar”, cuenta. En el Colegio de la Ciudad, la escuela de Belgrano en la que cursa quinto año, los chicos y chicas se desesperan por anotarse en el taller: “Primero nos enseñan a hacer cosas más básicas, como una plancha con algún diseño y después a levantar piezas a partir de distintas técnicas. Por lo general hay una consigna, pero es bastante libre. Yo solía hacía muñequitos o recipientes, porque era lo más fácil y además, útil”.
Respecto a la experiencia, Maki describe: “Al taller dejé de ir porque dos horas no me alcanzaban. Yo me esforzaba y tenía que esperar, recién a la semana podía volver a estar con la pieza y a veces se secaba o perdía la idea de lo que estaba haciendo. Con esta arcilla que no necesita horno puedo trabajar más tiempo, tal vez estoy cinco horas seguidas trabajando, y eso me ayuda un montón, porque no me concentro mucho en una sola actividad… Tal vez estoy una hora viendo el celular, y la cerámica me mantiene enfocada en algo que me parece significativo”. Lo mismo notó en sus compañeros: “Los chicos que van al taller están recontra interesados, porque además es divertido, es una actividad creativa, usás las manos, como que no te podés aburrir”.
Hay otros aspectos que todas señalan relevantes. Por un lado, la magia de realizar con las manos algo que puede convertirse en un regalo o un objeto útil, cuyo valor diferencial es la dedicación. Ani, por ejemplo, tiene en su casa desde un frasco para guardar los espaguetis hasta platos de cerámica: “Cuando vamos a poner la mesa con mi hijo, queda distinta; se nota el amor, la calidez”. Lo otro fundamental es el encuentro: “Hay cosas que son hermosas de ver –apunta Rocío–. Por ejemplo, una señora mayor que habla con una chica que recién empieza la facultad. La adolescente seguramente tiene el Pinterest abierto porque está mirando algún diseño, y la señora quizás está haciendo vajilla para un nieto que se va a vivir solo”. «
Talleres, costos y horneadas
Tanto el gobierno de la Ciudad como muchos municipios suelen incluir talleres de cerámica gratuitos dentro de su oferta de actividades abiertas a la comunidad.
En cuanto a las opciones aranceladas, Rocío Fernánde, de Kalma Tierra, explica que los valores de los cursos varían mucho según la zona del país, y que Buenos Aires suele ser de las regiones más económicas, debido al mayor acceso a los insumos. Justamente, el uso de materiales como las pastas y esmaltes, y la prestación específica del horno, influyen directamente en el precio: “En Kalma Tierra cobramos 52 mil pesos el mes, y eso incluye materiales, las dos horneadas que lleva una pieza, y hasta dos clases semanales de dos horas”. Muchos lugares de producción también subsisten alquilando el horno a otros profesionales, ya que se trata de un equipamiento costoso con el que no todos los ceramistas cuentan.
Victoria, de Amay Cerámica Artesanal, explica que, dependiendo de los espacios, la frecuencia, los materiales y las horneadas que ofrecen, los cursos oscilan entre los $45 y 80 mil. El Museo de la Cárcova, dependiente de la Universidad Nacional de las Artes (UNA), ofrece un taller de utilitarios y moldería en cerámica para principiantes, por un arancel de 28 mil para el público en general, con cupos limitados.

Cerámica aborigen
La cerámica guarda en nuestra región
un origen ancestral. Abarca miles de años y diferencias de acuerdo a cada región, desde las expresiones precolombinas del Noroeste con estilos como el de Las Mercedes y la cerámica Belén, hasta la cerámica incaica o también la diaguita en el norte, la andina cordillerana y la alfarería tradicional de Casira en Jujuy. También la cerámica aborigen está teniendo cada vez más adeptos, con cursos de particulares, asociaciones o instituciones como la Universidad de La Plata. Esta técnica se suele caracterizar por la elaboración a mano, principalmente con la técnica del urdido (o enrollado), donde se apilan los armados de arcilla para formar el objeto, sin el uso de torno
ni el esmaltado típico de la cerámica más reproducida actualmente.
Actividad con varios beneficios
Norma Silvestre, profesora en educación especial con posgrado en Estimulación Temprana y Atención a la Diversidad, menciona la importancia de las artes manuales: “Respecto a la salud mental, y entre otros, la atención plena en la tarea reduce el estrés y la ansiedad, y la práctica mejora la autoestima. Como orientadora manual en escuelas especiales, vi cómo alumnos adolescentes o adultos que no habían logrado la lectoescritura o la alfabetización lograban un mejor desarrollo a través de un arte manual. Después de tantos ‘no puedo, no me sale’, aparece el ‘qué lindo, mirá qué bueno quedó’”. Muchos de esos exalumnos,
relata Silvestre, continuaron haciendo cerámica e incluso participaron de la Bienal de Arte Cerámico de Berazategui, ciudad en la que vive la docente.
Allí en su barrio, después de distintas experiencias pedagógicas y ya jubilada, Silvestre se dedica al mosaiquismo y lleva adelante una “casita cultural”, pensada como espacio de encuentro para quienes deseen realizar actividades diversas. “Hago talleres para madres e hijas, o madres e hijos –añade Norma–. También vienen personas que encontraron en el trabajo manual una manera de sobrellevar un duelo. Tuve una alumna que no podía superar el fallecimiento del marido, y que me contaba que alguna noche que no podía dormir, se ponía a trabajar en alguna pieza”.
Fuente Tiempo Argentino