La crisis económica que atraviesa el mundo actual se combina con otra de orden social e individual que da forma a una nueva condición del sujeto. En una época de transición a escala global a un orden que todavía no tiene nombre, pero cuyas tendencias se van clarificando, se juega la viabilidad política del intento de restauración neoliberal. El neoliberalismo significó en el aspecto económico una ofensiva del capital, desde la década de 1970, caracterizado por la internacionalización de la producción, la eliminación de barreras a la circulación con la apertura comercial y financiera y, por otro lado, también un aspecto político como perfeccionamiento de las tecnologías de dominación.
El poder y la nueva condición del sujeto contemporáneo
Con el neoliberalismo la dominación se despolitizó de algún modo, porque la extensión de la lógica de la competencia mercantil funciona como mecanismo disciplinante, fragmenta y atomiza a la sociedad, y donde había comunidad ahora hay multitud de individuos que consumen y compiten. El sistema de gobierno neoliberal ya no se manifiesta tanto como una exterioridad represiva que somete mediante la violencia. Este poder no es represivo, por el contrario, es seductor y es mucho más eficaz como plantea Han, porque hace que las personas se subordinen, paradójicamente, en nombre de la libertad individual. El sujeto vive presionado por la exigencia de rendimiento, se culpabiliza por problemas que son sociales, y ello es el resultado de que la lógica de la competencia se incorpora a todas las relaciones y actividades humanas.
Desde la aparición de internet, las redes sociales y los nuevos dispositivos tecnológicos, la condición del sujeto mutó a un hiperindividualismo sostenido en la apariencia de la autosuficiencia. Como sostiene Sadin, en “El individuo tirano”, asistimos a la era inaugural de un modo de existencia definido como “esferización de la vida”: cada cual está en su sistema burbuja, se experimenta el mundo desde el propio ego en una realidad que es particular según cada individuo. Una burbuja para cada uno según sus preferencias, gustos, edad, género, nivel de ingreso, o la categoría que predispongan los algoritmos. Esto lleva poco a poco a “hacer de la sociedad un agregado de subjetividades que piden ser reconocidas en su singularidad extrema por los demás”. Aquí no hay ningún tipo de represión, el sujeto esta incitado por las nuevas tecnologías a comunicar todo el tiempo, existe una pasión por la expresividad, transmitir opiniones, indignarse y hasta a ostentar la vida privada, colaborando así activamente en la construcción de un panóptico digital donde todos se vigilan y brindan datos. Sin embargo, hoy la comunicación entre las personas se hace más difícil porque cada uno esta aferrado a su sistema de creencias.
Estas mónadas, como define el autor, gozan a cada instante en sus burbujas, viven sus vidas en paralelo los unos de los otros, y son indiferentes al otro que siempre supone conflictos, dudas, obstáculos o malentendidos. Hay un goce incluso en el desafío a la autoridad porque lo que vale es el propio relato de las cosas. El “like” como símbolo de época, lo reafirma en su identidad y le brinda la posibilidad de expresar sus preferencias personales, dar testimonio y hasta indignarse. De este modo se crea la ilusión de actuar sobre la realidad. Se trata de un contexto marcado por individuos desposeídos con vidas precarizadas entremezclado a la vez con la sensación de sentirse todopoderoso y con la autoridad suficiente que le brindan las plataformas y tecnologías personales. Es una forma quizá de alcanzar una suerte de revancha personal sobre las crueles condiciones de existencia, pero que se agota en una actitud catártica como expresión de múltiples frustraciones.
Crisis de representación y deseo de orden
Cabe preguntarse cómo se puede gobernar sociedades que ponen por encima de todo el deseo individual, su estimulación permanente y la búsqueda de la diferencia. Dice Han que “nos hemos vuelto todos unos conformistas, que sin embargo reivindican para sí una autenticidad engañosa. Hoy hemos sucumbido todos al conformismo de ser distintos”.
Ya no estamos frente a una sociedad conformada por individuos con códigos compartidos, que si bien tienen intereses distintos y conflictos, se agrupan, acuerdan entre si para actuar y transformar la realidad. Por el contrario, ahora se presenta una proliferación de individuos no ya aislados solamente, sino con la ilusión de autarquía.
Al mismo tiempo que aumenta la desigualdad y se precariza la existencia, y aunque no se pueda cambiar nada, el capitalismo de los afectos, como le llama Sadin, le brinda a cada uno la importancia de sí mismo, la pulsión de hacerse valer. Y la política se convierte en la política del like.
La llamada derecha nace históricamente como una fuerza reaccionaria a la disolución de un orden económico social tras la revolución francesa de 1789, que necesitaba del reemplazo del poder político acorde a la nueva estructura de clases y la constitución consagratoria del sujeto ciudadano moderno con igualdad en la formalidad. Ahora se presentan en muchos países las nuevas derechas radicales como una dimensión de la crisis y el intento de restauración neoliberal. Conectan con los deseos de orden cuando las políticas que postulan justamente son las que llevaron a destruir el tejido social en sus fundamentos estructurales.
La cultura de ganadores y perdedores, que traduce en lo cultural la economía capitalista, se sostiene si efectivamente hay mecanismos que recompensen los esfuerzos del individuo y permitan el ascenso social. Es decir que debe existir un incentivo extra como base de sustentación y no la mera de necesidad material de proletarizarse a causa de no disponer de capital.
Fue el peronismo en nuestro país quien instauró la cultura de un individuo libre en una sociedad integrada que mediante su esfuerzo puede ascender socialmente. Ello es también la condición de legitimidad del sistema político porque realiza la promesa del capitalismo. Pero aquella sociedad sostenida en una utopía de desarrollo ya no existe y lo que queda de la experiencia histórica, rota esa promesa, es una población fragmentada que descree o no encuentra contención y representación. El darwinismo social, la competencia de todos contra todos avanza por sobre instituciones, normas y principios de solidaridad.
Los dos últimos gobiernos en Argentina generaron, cada uno a su manera, un alejamiento de la sociedad sobre el sistema político y las instituciones. El lazo entre representantes y representados quedó dañado producto de promesas que despertaron cierto entusiasmo colectivo en distintos sectores sociales y que finalmente no se tradujeron en una experiencia real. Si la construcción de una imagen de procedencia del ámbito impoluto de lo privado, por fuera de la sucia política tradicional de siempre fue el punto del PRO en su momento para posicionarse, luego fue finalmente rebalsado por su contenido profundamente promercado y suplantado por una identidad basada en los tradicionales valores antiperonistas.
El gobierno del Frente de Todos venía con la expectativa de mejorar los ingresos de la población luego del deterioro durante el gobierno de Macri, pero dicha expectativa quedó frustrada luego de atravesar el impacto combinado de la pandemia, la crisis económica y la guerra entre Rusia y Ucrania. Al mismo tiempo, el gobierno debió lidiar con el tutelaje de la política económica por parte del FMI, herencia del gobierno anterior, lo que hizo aún más complejo el escenario para satisfacer las demandas que se comprometió en 2019.
El pacto democrático puede romperse cuando está roto el pacto social que está a su vez determinado por las relaciones económicas imperantes. Esto se procesa como desconfianza entre gobernantes y gobernados, de la cual la abstención electoral es solo una muestra. A falta de alternativas políticas y de organización popular, la crisis puede tener efectos disciplinantes. No necesariamente tendrá una salida progresiva ya que puede adoptar características autoritarias si quienes logran encauzar las demanda y la frustración son las derechas radicales. Estas le hablan a la multitud contra lo existente, pero no construyen pueblo ni idea de nación. Se trata de individuos precarizados, sin lazo social ni memoria colectiva, que necesitan hacer catarsis contra algo, y eso puede brindar el griterío neofascista.
La actual coyuntura parece una vez más hacer crujir la estabilidad en un marco de descreencias en un futuro promisorio. Y en estas coyunturas es cuando aparece una metodología que históricamente ha rendido: buscar otros culpables y salidas fáciles que muchas veces han terminado en soluciones violentas hasta el exterminio de grupos sociales.
La política establece el horizonte de lo posible
La esperanza y la creencia en un futuro mejor dan solidez al contrato social, a la unidad de una sociedad. La política es responsable de establecer ese horizonte a través de una praxis que de cuerpo y sostenga esa esperanza. Cuando la política no puede cumplir dicha función, las instituciones y las normas pierden confianza y credibilidad. Se entra en el terreno riesgoso de lo que Durkheim llamaba “Anomia”, referido no tanto a la ausencia de normas como sí a la desintegración del lazo social y la pérdida del sentido comunitario. Expresión de la falta de un poder moral superior a los individuos con legitimidad suficiente para establecer y hacer cumplir normas y obligaciones.
La política significaba que lo individual estaba subordinado a lo macrosocial que le otorgaba sentido. La acción que buscaba modificar el orden natural de las cosas y que era capaz de portar una visión a futuro respecto de una posible sociedad a alcanzar. La despolitización se expresa en un individuo aislado, desvinculado de un proyecto de comunidad, que se identifica por un instante con la “oferta” política por una cuestión de estilos personales más que programática.
Suele argumentarse que la crisis de la política se debe a la pérdida de autonomía de los representantes frente a los poderes económicos. Quizá también haya que preguntarse por las condiciones de posibilidad de la emergencia de un ciudadano preocupado por los asuntos comunes y que concierta acciones con los pares a fin de transformar la realidad. En ese sentido, cómo puede formarse un sujeto político, un amplio espacio que aglutine la heterogeneidad social si la lógica actual es cada uno consigo mismo, expresión de una indignación aislada. La política además de abrir el juego a la participación colectiva y no encerrarse en sí misma, deberá prestar atención a las nuevas materialidades tecnoproductivas y a las formas de subjetivación actual.
La disputa por el poder es acerca de quién conduce los acontecimientos y hoy pareciera que los acontecimientos de fuerza global doblegan cualquier voluntad. Como si fuera imposible oponer resistencia a una dominación que se presenta abstracta, impersonal y global. Los intentos de restauración neoliberal no harán más que profundizar la crisis y la inestabilidad permanente como característica de esta época del capitalismo. Y cuanto más se prolongue en el tiempo más va a afectar a los sectores trabajadores y precarizados que demandan un cierto orden y estabilidad.
El recorrido de esta crisis está abierto a los azares que la historia siempre contiene. La viabilidad de la restauración neoliberal es posible si sigue siendo hegemónico, esto es, cuando la explicación de su fracaso está dada por desviaciones políticas o contingencias ya que el sistema si funcionará cuando se aplique su doctrina radicalmente. Como explica Zizek, este es el núcleo utópico que aún conserva la economía neoliberal y a la que apuntan las nuevas derechas.
La experiencia kirchnerista en el vacío
A este complejo proceso de transformaciones a escala global, tanto en el plano de las mutaciones en la economía como de la subjetividad, cabe agregar que en nuestro país no existe una narración crítica e histórica que elabore el significado de la frustración de la experiencia kirchnerista como proyecto nacional. Y ello denota una importancia, porque el kirchnerismo representó una ruptura ideológica, política y cultural, como expresión de una situación regional, con respecto a la hegemonía neoliberal que inauguró la dictadura cívico-militar y consolidaron los gobiernos de la democracia.
La ofensiva cultural y judicial logró aislar del mundo social a los representantes del espacio nacional y popular al anclar la disputa en la lógica mediática y superestructural. La disputa política y social terminó ocultándose y convirtiéndose en una confrontación identitaria autoreferencial tras los años de avances del campo popular. La judicialización clausuró el debate político intelectual y los significados históricos. Se produjo un proceso de despolitización que quitó de la memoria el pasado reciente, evaporándose en las urgencias del cambio de época.
La consecuencia de ello es un realismo que abraza el clima cultural reinante, y que hunde sus raíces en transformaciones sociales profundas de largo plazo. A los políticos se les exige corrección y adaptación discursiva a las nuevas reglas para sobrevivir en el sistema. Como plantea Rubinich, “la idea de lo mejor dentro de lo posible en una situación de relaciones de fuerza desfavorable hace de lo posible algo cada vez más estrecho”.
Problematizar la ausencia en el imaginario social de lo que representó en un momento aquel proyecto político de transformación, es también plantear cuál es el sentido de lo político y su autonomía real frente al “curso natural” que ofrece la visión dominante. Ese vacío que deja corre el riesgo de convertirse, en el mejor de los casos, en una mirada nostálgica, o peor, como un fantasma malvado de una época que hay que dejar atrás para que la sociedad se armonice, sobre la hegemonía del mercado, en torno a un simulacro de democracia.
Es indudable que la globalización cercena las posibilidades de desarrollo y transformación en los marcos de un Estado nación periférico, pero aceptar que no hay alternativa es la negación de una visión de futuro, de una utopía de otra sociedad. Los que se benefician de las actuales condiciones siempre van a sostener que no hay otro curso posible, por eso la tarea de la política y de las dirigencias requiere presentar alternativas creíbles, o al menos, fomentar la idea misma. De lo contrario se consolidará una pospolítica, la idea de una administración atada a los ciclos de acumulación, una visión que no necesita convocar a la ciudadanía para tomar decisiones fundamentales sobre las condiciones de vida.
El autor es magister en Políticas Públicas de FLACSO y licenciado en Sociología de la UBA
Fuente Tiempo Argentino