«Por más que cierro los ojos / Oigo tu voz que me llama / Se cuela por la ventana/ Se burla de los cerrojos / Va por la casa a su antojo / Desordenando el olvido / Como un viento enfurecido / que cambia todo a su paso / Haciendo sangrar el tajo / De tu recuerdo dormido…»
Así comienza María Volonté cantando su oda descarnada a la presencia de la ausencia de su amado en «Beso azul», narrando con desgarro la precisa noche en la que se le fuera tras los labios eternos del beso, en la última madrugada, sintiendo el rigor de la lluvia sobre su cara. No cualquiera puede contar así un momento tan tremendo y trascendental. Ella sí que pudo, por su carácter de artista maravillosa, irrepetible como ese momento mismo. Otras personas tal vez encuentren esos momentos en obras como ésta y agradecen -un consuelo, un acompañamiento emocional y pleno de melancolía- ese ardor de la ausencia que es a menudo una puñalada intermitente, cotidiana, para cada persona en situación de viudez.
Antonio no era artista. Digo artista del modo que es la convención. Sí tanguero y asador, le gustaba el tenis y aún siendo bostero, era socio de River para jugarlo. Se jubiló: era y será un abuelo inolvidable a través de una descendencia hermosa. Compañero de aquellos: a sus diez años supo ir por curiosidad con su barrita, un 17 de octubre, a la Plaza de Mayo tras el rumor de las patas en la fuente y que lo inundó de justicia social hasta el fin de sus días. Cuando «Pina» se fue casi de repente, tan dinámica y vital, con quien se acompañaron 63 años de sus vidas, fue un golpe profundo. Ese pedazo que se desmorona del corazón como un telón incendiado en un teatro que parecía milenario y, de pronto, desaparece sin que sea parte del argumento previsto, dejando a sus familias en un desconsuelo absorto como actores sin letra.
De ese modo, Antonio ya no quiso seguir el juego sin su coprotagonista y entonces fue alejándose de a poco del teatro y del barrio, con el acompañamiento de quienes entendieron el guiño y sus pasos perdiéndose, para que el foro del misterio lo subiera a ese lugar en donde quizás esperaba hallar en paz a su Pina.
Si Ana no me hubiera contado, tiempo antes, quién era su compañero amado y admirado, luego, cuando lo conocí, tal vez en mi porteña y turra manera llevada encima en años de juventud, lo hubiera tildado de entrada como una especie de Hemingway detrás de su barba blanca y pipa sabiamente empleada. O ya en tono dicharrachero, en un símil del abuelo de Heidi. Pero no pudo ser nada de eso…
Cuando me abrió la puerta de su casa en Palermo viejo de entonces, frente a la plaza Unidad Latinoamericana, lo primero que hizo al presentarnos fue un chiste malo. Dijo en su tono, entre suizo y argentino: «¿Sabías que Palito Ortega fue a hacer campaña a los geriátricos?».
Lo miré sorprendido y expectante, quise usar la inteligencia para no decir cualquiera, mas le contesté rendido y sonriente: «Ni ahí».
Salió, entonces, con: «¡La felicidad ga ga ga ga!»
Y entré a la casa. Fue humor a primera vista y me conquistó. Matemático, poeta, traductor, turcólogo, experto en el Corán y qué se yo cuántas cosas más, sin eludir que fue uno de los creadores del Tren Blanco de los recicladores cartoneros con quienes iba por las calles de igual a igual. Ana logró reflejar en parte de su gran obra de artista plástica, a sus teoremas resueltos, como uno de la traslación de la luz.
En los últimos años, las cosas fueron duras para la salud del sabio Joos. También se enredaron por cuestiones de convivencia de años en una conflictiva relación. Pero en el día de su partida, Ana tuvo aquel momento de percepción y él, otro de lucidez urgente y necesaria: ella le murmuró lo que le amaba y él le devolvió el gesto, al fin, en tono de paz con una elocuencia de final amorosa y justa. Cuando me lo relató, hace poco, ella misma, fue una «ocasión pa’ hacer un llanto», como suele decir otra viuda, mi vieja Amanda.
A propósito de ella, no voy a entrar en detalles de ese matrimonio con mi viejo Pichino (a menudo retratado por otras razones de anecdotario) por cuestiones que exceden a esta crónica, más allá de ser quienes me trajeran al mundo y la evaluación de hijo con el diario del lunes de tantas cosas que pudieran haber sido y no lo fueron, sí, admito comprensión en estos años por los cuales mi vieja anda su vida de viuda, con alta vitalidad y desenvoltura, luego de haber experimentado años con alguien desde muy temprana edad, sin separarse nunca…
Y vuelvo prudente a lo de más arriba; lo de no profundizar en otras perspectivas humanas y posibles. Lo que sí traigo al tapete es el juego del amor que todo lo permite hasta donde se puede en la telaraña de la vida, en cuanto a emociones y entregas. Y es recordar una mañana en la cual cumplimos el deseo de su marido, nuestro viejo al fin, para repartir sus cenizas. Detrás en desfile íbamos cual patitos, mientras ella sembraba de alguna manera los restos de aquel hincha fiel y temperamental en el mismo mediocampo del Monumental. Entre sus palabras, pintadas de llanto y congoja, asomaban la rabia y el reproche póstumo al cabrón aquél, su marido, combinando emociones que recién se empiezan a saldar cuando es la propia protagonista quien nos cuenta cómo se liberó y soltó luego de la ida del hombre. Saludable catarsis y revisión sin esa carga de cosas que alivian la mochila y hasta se hacen retazos de humor en mensajes de chat o reuniones familiares, sin reparar en pucheros y lágrimas. De ahí lo de «qué ocasión pa’ hacer un llanto» y al toque ya nos estemos riendo de nuestra propia manera de ser.
A ella hoy no le tienen que contar nada de lo que pasa en las calles mientras ocurrían cosas que ella se perdía por estar haciendo la cena. Es una de las protagonistas, como cada miércoles bastón en mano y diciéndole en la jeta a un gendarme, que ordenando hacerla circular le dijo:
–¡Abuela!
–¿Abuela tuya? ¡Ja…! ¡Nunca!
¡Besos de esquina y abrazos de cancha! «

Fuente Tiempo Argentino