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La nueva historia de Marcelo Birmajer: El día anterior

19 junio, 2020
in Espectaculos
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Me invitaban a conversar con mis lectores en la escuela rural de un pequeño pueblo. Ya no me acuerdo si era cerca de Santa Fe, Córdoba, camino a San Luis o

en una localidad desconocida de la interminable provincia de Buenos Aires. Casi seguro no estaba el mar cerca; pero tampoco lo puedo garantizar. En ocasiones, me he encontrado rodeado de vacas, trigales, girasoles, y de pronto, de la nada, andando unos pasos, aparecía el mar, con sus centollas y bivalvos.

La cooperadora, o la Municipalidad, o la comisión de cultura, o la biblioteca, tampoco me acuerdo, se había comunicado conmigo, por celular o por mail. Tomé el micro en Retiro y aparecí en la Terminal, luego de un viaje nocturno, al alba. Me habían facilitado el número de un remisero que me pasaría a buscar apenas yo lo llamara, y advertido que era la única forma de llegar al pueblo: lo separaban cien kilómetros de cualquier centro habitado. Al borde del camino de tierra sólo habría estancias, campo perdido y alguna que otra construcción de adobe. En rigor, nadie sabía cómo llegar. Ni siquiera intentaron pasarme indicaciones. El remisero era baqueano: su auto iba y venía de memoria.

Desenfundé el celular y descubrí un dato incómodo: había llegado un día antes. Me había equivocado de fecha. No era la primera vez que me pasaba. Nunca perdía un avión, ni un micro, pero me presentaba en el mostrador el día anterior. No sé cómo se llamará esa afección del comportamiento: espero que nunca le encuentren un nombre. Ya puedo escuchar a la multitud de consejeros gritando que debo agendarme los compromisos, o sugiriendo tal o cual remedio infalible para esa clase de traspiés: pero llevo 53 años viviendo conmigo, conozco los placebos, los recursos, los atajos. Por un milagro igual de inexplicable, el remisero me atendió (ya raro hubiera sido que atendiera el día indicado). Me dijo que no me esperaba para ese día, pero que de todos modos vendría: “calcule en una hora”. Por algún motivo, cuando me invitan, no me tutean. Me pedí lo que nunca: café con leche con medialunas. Tenían galletitas y golosinas de varias décadas atrás. El encargado del bar me miraba como si yo fuera un terrorista buscado internacionalmente. Yo era un hombre fuera de su momento: alguien podría estar buscándome, efectivamente, para subsanar el error.

Me había llevado, como siempre que no estoy leyendo nada en particular, un libro de Somerset Maugham con algunas páginas todavía no demasiado releídas. Maugham portaba una bolsa de libros para cada uno de sus viajes: a mí me alcanza con uno de su autoría. Por fin apareció el remisero: pálido, tendría mi edad actual; destrazado. Quizás estaba peor vestido que yo. Me preguntó si quería viajar atrás o adelante: invariablemente elijo atrás. Soy cultor de la distancia humana desde mucho antes del corona. A mí me alegrará, cuando todo haya pasado, que nos mantengamos a por lo menos un metro de distancia. En todas partes. Aborrezco las aglomeraciones; y si pudiera siempre viajar en un asiento individual, sin nadie al lado, ya sea en avión, micro o tren, lo elegiría. Incluso estoy dispuesto a usar barbijo el resto de mi vida a cambio de ese privilegio.

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Garzas, teros y cardos: nunca dejaban de asombrarme, porque pasé toda mi vida en la ciudad. Los terneros, los caballos cuatralbos, el cuis, son seres mitológicos para el citadino. La vizcacha en particular me resulta sombría, preocupante. El remisero informó, como si hablara del camino: “Me estoy por morir: una falla cardíaca. No me quedan más de dos meses, con toda la furia. Me lo dijo el doctor. Y, sí: también la puedo palmar manejando. No se eche la culpa: si me llamaba mañana era lo mismo. Pero vine, no le dije nada a la cooperadora: por favor, colabóreme con su silencio. No quiero licencia. Yo me muero trabajando. Una cosa: si muero y volcamos, ojo con las acequias”.

Aunque no sabía bien a qué se refería, miré por la ventana, repentinamente sucia y empañada: entre la niebla, también súbita, pude distinguir las enormes canaletas a nuestra vera.

– Si vuelco fiambre y a usted le queda la cabeza ahí, muere ahogado.

– ¿Y cómo lo evito? -pregunté con un hilo de voz-.

Hizo un gesto de ignorancia con su rostro en el espejo retrovisor: probablemente se estuviera vengando por mi elección de viajar atrás. Pero su palidez se había acentuado, como todo a mi alrededor. Recordé el párrafo del espía comunista británico Philby, cuando atraviesa la Alemania de Hitler y lee que a los espías los decapitarán: se pregunta si permanecer en el oficio. Contra Hitler, yo no lo hubiera dudado; pero dejar la cabeza en la acequia por visitar a mis lectores, pudiera ser un exceso: el gauchito Gil, en el otro sentido de la palabra.

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Como si escuchara mis pensamientos, el conductor se detuvo. Tras la tenue garúa, valga la redundancia, porque hasta podría llamarse rocío tardío, entreví una construcción que nada tenía de adobe. Era una mansión colonial de dos plantas, oxidada y cachuza, inserta en el páramo: de cemento percudido, como las casas derruidas de La Habana. Pero de pie. El hombre abandonó el auto con movimientos aparatosos, buscando algo en el bolsillo trasero y dejando las llaves puestas.

-¿Usted sabe manejar? -me preguntó-.

– Acá, no -respondí-.

– Si no hago esto ahora, no lo hago nunca -comentó por toda respuesta-. Usted vino un día antes. Y a mí tal vez no me quede ninguno. Voy y vuelvo. Usted espéreme acá.

Miré a izquierda y derecha como diciendo: ¿a dónde quiere que vaya?

Pero permanecí callado. Ya no tenía dudas de que me estaba castigando por viajar atrás. Pero no dudé de mi elección. Pagaba el precio. Retiré una vez más de mi mochila el libro de Maugham: lo normal, decía, es lo más difícil de encontrar. Me costaba leer por la falta de luz; la mugre impenetrable de las ventanas conspiraba con un firmamento encapotado y la llanura enojada. Bajé la ventanilla y me resigné a que el líquido escaso e impreciso de las nubes deformes humedeciera el papel Biblia de mi extraordinaria edición azul de Plaza y Janés, mi cabello, mi ropa, mi alma. Cuando alcé la cabeza para descansar de otro fragmento inolvidable, me encontré junto a los belfos de un caballo que había venido a husmear mi presencia, o a comerse, tal vez, la página húmeda. Lo espanté con un ademán inofensivo, guardé el libro y salí del auto. Parado en el medio de la nada eché un vistazo a la intemperie de mi país. El remisero salía de la casa, ajustándose el cinturón. Había pasado poco más de una hora.

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(Este cuento concluirá la próxima semana. Por favor consérvelo).

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WD

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  • Literatura

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