Zona de confort. La idea de evitar el estrés o la tensión se ha puesto de moda. Y algunos parecen malinterpretarla y la asocian a la calma, a la tranquilidad. Abusan
de una sensación: que el mundo debiera ser un lugar sin sobresaltos y que siempre es mejor bajar un cambio.
Creo que no, aunque entiendo que todo tiene un por qué. En una sociedad en la que estar acelerado es la norma y en la que muchas cosas no tienen escala humana -viajar dos horas para llegar al trabajo y otras tantas para volver y eso siempre que haya trabajo, por ejemplo- genera un cansancio con el afuera del que uno intenta escapar. Está bien si se le encuentra una respuesta precisa a un problema ídem pero, cuando se convierte en tendencia, estamos arriesgando la dosis diaria de adrenalina que necesitamos para sentirnos vivos de verdad. Y para que haya cierta serendipia -descubrir cosas por casualidad- de tanto en tanto.
A veces son temas definitorios: no continuar una pareja porque los planes de a dos asustan o porque siempre le vamos a encontrar algún pero al vínculo. O romper el diálogo con alguien querido porque nadie se anima a dar un paso atrás y a dejar la beligerancia de lado. ¿Es la incomunicación, acaso, una zona de confort? Raro, pero puede llegar a serlo si entrar en diálogo implica poner en jaque algunas (pseudo) convicciones.
Yo tuve alguna vez estas tentaciones, sin darme cuenta. O apenas. Trabajaba mucho. Era soltero. Tenía un departamento cómodo. Llegaban los fines de semana y siempre encontraba una razón para quedarme adentro. Porque nadie me interesaba. O porque debía terminar tal proyecto. O estaba cansado. O porque se necesita cierto tiempo para uno.
Nada de eso era verdad. Me daba temor empezar cosas nuevas que no fueran estrictamente profesionales y lo otro era una excusa. Lo hablé, lo vi y me di cuenta de que en ese momento estaba anestesiado. No sufría el encierro pero sí percibí una imagen dolorosa: si seguía así, iba a terminar como un ermitaño en medio de la ciudad. Que los hay, y muchos. Me dio pena pensarme en diez años en un mundo blindado. Cambié de dirección. Costó pero menos de lo que creía: a menudo es más pavorosa la imaginación que la simple realidad.
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