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Alberto Fernández vs. Horacio Rodríguez Larreta y 20 minutos de pánico en la Casa Rosada

29 noviembre, 2020
in Politica
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—Seguí conteniendo, pero no reprimas. No reprimas —pedía Sabina Frederic a través del teléfono.

—¿Ah sí? Y decime, Sabina, ¿cómo hago? ¿Los dejo pasar? ¿Querés que te explote la Casa Rosada? —respondía Diego Santilli.

La cola de hinchas para asistir al velatorio de Maradona llegaba hasta Constitución. La orden que se impartió fue generar un corte en 9 de Julio y Avenida de Mayo. De ahí para adelante la gente se iba a garantizar el ingreso; de ahí para atrás deberían volverse a su casa. La disposición llegó cuando Alberto Fernández entendió que era imposible persuadir a Claudia Villafañe para que se alargara el rito del adiós.

En las primeras horas de shock, el Gobierno pareció subestimar el rol de Claudia y el de sus hijas, Dalma y Giannina. Siempre trabajó con la sensación de que la ceremonia iba a durar varios días. Imaginó jornadas similares a los velatorios de Evita, Perón y Kirchner. Podría dar fe Javier Grosman, el esteticista de las exequias del santacruceño, que se movió en la sombras en estos días. Cuando aquella estrategia se desvaneció, hasta Cristina buscó interceder.

Hubo un pequeño diálogo de la vicepresidenta con Claudia durante el rato que compartieron ante el féretro, frente a las frías miradas de Dalma y Giannina, que prefirieron no abrazarla, no se sabe si para evitar el contacto por el Covid o porque les pareció una puesta en escena que no estaban dispuestas a tolerar. Claudia lo hizo, ellas no. La familia realizó una sola concesión: el velatorio podía estirarse de las 16 a las 19. Ni un minuto más. 

El error de cálculo inicial del Ejecutivo obligó a alterar los planes. Fue cuando Frederic, Santilli y sus segundos, Cecilia Rodríguez y Marcelo D’Alessandro, empezaron a cruzar llamados en todo momento para tomar decisiones en caliente. Por intermedio de un comunicado, según la jefatura porteña, Nación pidió hacer un corte en la movilización. Presidencia lo desmintió anoche. Sonaba sencillo. Los Policías debían equiparse con megáfonos para avisar a los rezagados que ya no tendrían lugar. Lo hicieron. En vano. Nadie quería ni había llegado hasta ahí para irse. Es cierto que la mayoría de la concurrencia era civilizada. Pero debía convivir con barrabravas exaltados. Para tener una idea, solo la barra de Gimnasia movilizó siete micros con hinchas.  

—Contengan, entonces ustedes contengan —insitía Frederic frente a las malas noticias que le relataban. 

La primera reunión por el operativo de seguridad se había hecho el miércoles a la tarde a instancias de Nación. Habían estado los directores de Operaciones de la Policía Federal, de la fuerza porteña y de Casa Militar. El funcionario nacional llegó con una exigencia: no se iba a permitir que se hicieran retenes ni controles exhaustivos en Plaza de Mayo ni en los alrededores, como proponían los porteños.

“Ideológicamente no podemos hacerlo. Esta es una despedida espontánea y popular“, hicieron saber por distintas vías. Una vez desatada la barbarie, en la Rosada salieron a la caza de culpables. Apuntaron contra la administración porteña y no dudaron tampoco en salpicar a la familia Maradona. En Ciudad asumieron los desbordes pero aclararon que habían sido convocados por la gestión central para “colaborar”. 

Horacio Rodríguez Larreta siguió siempre las negociaciones desde su despacho, conectado con Santilli. “Lamento que el Gobierno haya politizado la despedida de Maradona”, dijo el viernes, cuando el fracaso del operativo estaba a la vista. ¿No lo imaginaba? ¿Volvió a confiar en el Presidente? Misterios que envuelven al jefe de Gobierno, que suele poner la otra mejilla y acaba de recibir ya no una crítica o un recorte de ingresos sino, directamente, una denuncia penal de la secretaría de Derechos Humanos de la Nación por el accionar de la Policía. Alberto dejó de llamarlo amigo y de posar con él. El Covid ya fue. Ahora lo quiere en Tribunales. 

Para cuando las balas de goma, las corridas y la tensión dominaban Plaza de Mayo, Cristina caminaba por la Casa Rosada. La vicepresidenta fue directo hacia el féretro. Las puertas del lugar se cerraron de golpe y el desfile de fanáticos se interrumpió. ¿Quién dio la orden, si eso ni siquiera había ocurrido cuando estuvo el Presidente? Nadie se animó a dar una explicación seria.

Un grupo que aguardaba cerca de la reja de entrada, por Balcarce 50, se enardeció. Acaso creyendo que ya no se permitiría el ingreso. Los hinchas empezaron a presionar para pasar y rompieron una reja. Otros se trepaban para colarse. El cambio de clima se veía desde el balcón del primer piso, donde existía una vista privilegiada para los periodistas que podían camuflarse. Los gritos eran atronadores. De pronto aparecieron más oficiales y personal de Gendarmería. Algo olía mal.

Cristina se despidió de Maradona y se retiró al despacho de Wado De Pedro. Las puertas de la Rosada volvieron a abrirse y al poco tiempo empezaron los incidentes. Piñas, empujones, llantos. Tensión entre quienes se asustaban y querían salir y los que, sin miedo a nada, aprovechaban para intentar pasar. Los efectivos tiraron gases lacrimógenos.

Es menor la discusión sobre desde dónde se activaron. Los gases llegaron al interior de la Casa Rosada y se expandieron por pasillos, salas y despachos a solo metros de la oficina de Wado y de la del primer mandatario. Imagen inédita en democracia. Funcionarios, hinchas y periodistas tenían los ojos rojos, tosían, escupían, se tiraban al suelo. Algunos se vaciaban botellas de agua mineral en la cabeza. El féretro fue retirado de urgencia al Salón de los Pueblos Originarios. ¿Pudo ser una tragedia? Desde luego. 

Alberto Fernández seguía las imágenes por TV, en la única pantalla que tiene, sentado en una mesa larga que mandó a pedir porque era la que usaba Kirchner. Lo acompañaban Santiago Cafiero, Julio Vitobello, Miguel Cuberos, Juan Manuel Olmos y Juan Pablo Biondi. En un momento salió a pedir paz con un megáfono al Patio de las Palmeras. Otro hecho inaudito. Algunos lo vivaban, otros lo insultaban. Cristina permanecía con Wado, Anabel Fernández Sagasti, Mariano Recalde, Andrés Larroque y Axel Kicillof. Cada uno con su equipo. Si hay diferencias, que queden bien claras. El Presidente y su vice solo se habían cruzado ante el ataúd. Fue el único espacio que compartieron. Casi no cruzaron palabras.

La custodia de Cristina, frente al caos, evaluó hacer un “operativo cápsula” para evacuarla. La iniciativa no prosperó. Cristina se fue cuando el edificio recuperó cierta normalidad. Atrás habían quedado veinte minutos de pánico. Veinte minutos en los que la Casa Rosada, el templo de los presidentes, el sitio más vigilado del país, pareció y fue Casa Tomada. 

A esa altura se producían contactos con Sergio Berni para que reforzara el operativo de traslado de los restos al cementerio de Bella Vista. “Corten la autopista”, exigía el ministro bonaerense. Irradiaba furia por el accionar de Frederic. Hablaba de la ineptitud de la Federal. “Las guerras se pueden perder, pero hay que pelearlas”, decían los amigos de Berni, haciendo propia una frase del funcionario. 

Cuando todo quedó atrás y se repasaron los hechos, alguien advirtió que hubo demasiadas señales de que la ceremonia iba a terminar mal. Trece minutos habían transcurrido de la medianoche del jueves cuando Rafa Di Zeo, el jefe de una de las facciones de la barrabrava de Boca, cantaba y saltaba junto a un grupo en Plaza de Mayo. Por unos segundos, el que estaba subido al caballo en el monumento dejó de ser solo Manuel Belgrano. La imagen del prócer que gira su cabeza para mirar la Bandera argentina en actitud de tomar juramento mientras el caballo cabalga estuvo acompañada por la de Di Zeo. El barra montaba sobre él para arengar y colgar banderas como si fuera un paravalancha.

“Debimos haber previsto la presencia de barrabravas”, admitió Alberto en las ultimas horas. Podría ser una lección para la próxima. Salvo que no habrá próxima. Maradona, el héroe de la tragedia y el mito, hay uno solo.

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