Nadie en el verano boreal de 1929 esperaba que la economía global fuera a colapsar. Estados Unidos, luego de la Primera Guerra Mundial, era la potencia. Sus políticos, militares y economistas,
pensaban que habían descubierto la pócima para una prosperidad permanente. Por supuesto que había indicios, de esos que como siempre salen a la luz de los acontecimientos y los intelectuales apuntan como ‘obvios con el diario del lunes, y era que algo se estaba incubando. Una burbuja. Una proporción mayor de los ahorros fluía a Wall Street, encareciendo el financiamiento productivo, el repago de la deuda alemana (tras la Primera Guerra Mundial) y, al mismo tiempo, complicaba a países como Gran Bretaña, Argentina, Dinamarca, Suiza, Suecia, Holanda y Noruega, para sostener sus cajas de conversiones contra el oro. Sí, la Argentina estaba en convertibilidad en aquel entonces.
“No habrá más crash financieros por el resto de nuestros días”, había dicho Johan Maynard Keynes, en 1927. Dos años después explotó todo. Hasta su riqueza personal resultó hecha añicos en otro exigua demostración que las crisis no son predecibles en tiempo y magnitud ni por el más grande economista del siglo XX.
Keynes utilizó la palabra crash pero, como bien cuenta Robert Shiller, Nobel de Economía, en su último libro Narrative economics, el término crash quedó sólo asociado a la Bolsa luego de las caídas de Wall Street del 28 de octubre de 1929 -el segundo desplome en un sólo día en la Historia-, y 29 de octubre.
A la caída de Wall Street, le siguió la Gran Depresión. Entre 1929 y 1930 la producción industrial de EE.UU. cayó 30%, 25% la de Alemania, 20% la de Gran Bretaña. Cerca de 5 millones de personas buscaban un trabajo en Estados Unidos y 4,5 millones en Alemania.
Los commodities bajaron casi el 50%. Argentina, Brasil y Australia, tres de los grandes exportadores primarios del mundo, vieron como sus monedas se devaluaban. Para la Argentina la devaluación fue letal: entre 1923 y 1929 el salario real había acumulado un aumento de casi 20% y ahora esa tendencia se caía a pedazos. La recaudación se derrumbó y el déficit fiscal se duplicó. Hipólito Yrigoyen fue derrocado once meses después de que se provocara el crack en Wall Street.
Muchos economistas no previeron la crisis del 30. En parte, fue porque descontaban que la Reserva Federal y los gobiernos tomarían las decisiones correctas y a tiempo: inyectar liquidez. Keynes concluiría luego que fue un error pensar así porque la emisión monetaria en una depresión resultaría ineficaz: no importa la cantidad de dinero circulando sino la cantidad de transacciones. Y lo que sucedía en aquel momento fue que el miedo de los inversores los llevaba a invertir en oro dejando a los países sin reservas. En 1939, US$ 300 millones en lingotes de oro fueron transportados en barco desde Europa a las bóvedas de la Reserva.
Otros economistas, como Milton Friedman, argumentaron que la Fed aplicó en realidad la receta equivocada: entre 1929 y 1933 contrajo más de un tercio la oferta monetaria acelerando la Gran Depresión.
En la actualidad, economistas como Paul Krugman, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, creen que el mundo y la economía global están delante de un problema de escalas como la crisis de 1930. Incluso la manager del FMI, Kristalina Georgieva. Otros, como el ex secretario del Tesoro Larry Summers, creen que la recuperación llegará más rápido de lo que se piensa. Pase lo que pase, la crisis de 1929 fue económica y le extendió el certificado de función a la globalización. La actual situación, en cambio, no fue una recesión provocada por una falla de mercado sino por las políticas de los gobiernos para defenderse de la pandemia.
TEMAS QUE APARECEN EN ESTA NOTA
COMENTARIOS CERRADOS POR PROBLEMAS TÉCNICOS.ESTAMOS TRABAJANDO PARA REACTIVARLOS EN BREVE.
CARGANDO COMENTARIOS
Clarín
Para comentar debés activar tu cuenta haciendo clic en el e-mail que te enviamos a la casilla ¿No encontraste el e-mail? Hace clic acá y te lo volvemos a enviar.
Clarín
Para comentar nuestras notas por favor completá los siguientes datos.