“Señora no puede sentarse acá, tiene que circular”.
La mañana de otoño se intuía luminosa desde la planta baja de su pequeño departamento de barrio. Y no se equivocaba.
Al abrir la puerta de calle entró todo el aroma a un domingo que recién despierta. Buffa no tardó en empezar a tirar de la correa con la impaciencia de los perros nacidos y criados entre cuatro paredes, pero no hay apuro: tiempo es lo que sobra esta mañana soleada en que la cuarentena ya deja ver algunos chicos en las calles.
Después de comprar el diario, la mujer elige un banco solitario frente a la catedral de Avellaneda, se acomoda los anteojos para hojearlo y siente el peso de una mirada clavada en su nuca: “Acá no”, le indica un guardia. Buffa ya daba vueltas como un trompo. “Tiene que circular”, insiste el hombre de uniforme parado bajo un tejado de ramas que esparce sombras sobre el suelo.
Desde la altura de sus 83 años, la señora cierra el diario y con una caída de párpados vuelve a ponerle la correa a su mascota. Ya no recuerda cuándo fue que se rompió la aguja de su brújula. En la retirada, lanza una serie de preguntas hacia la cruz de la iglesia que se empina frente a ella: “Si los chicos ya tienen permiso para salir, ¿por qué los abuelos no? ¿Acaso no nos pueden poner un horario de salida a nosotros también? Los médicos dicen que tenemos que tomar sol por la vitamina D, ¿qué hacemos los que vivimos en una planta baja oscura? Nos piden que circulemos, pero ¿cuántos metros podemos caminar sin sentarnos un ratito? ¿Quién me puede contagiar si no comparto el banco con nadie?
A cierta edad, las preguntas ayudan más que algunas respuestas.
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Clarín
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